De la mayoría de mis profesores y maestros conservo gratos recuerdos; pero quiero, en esta ocasión, evocar a tres de ellos que por su impronta, abnegación y formación enciclopédica elevaron mi espíritu y reafirmaron en mí el amor por los estudios, la lectura y vocación docente.
El primero de ellos, fue el profesor Mancebo Urbáez, de Geografía y Geometría, en el segundo año de la secundaria. Llegaba al aula siempre puntual. Tenía el método de la recapitulación de la clase anterior y de ponernos en perspectiva cognoscitiva para el tema siguiente, porque sostenía que en las ciencias si no se domina lo anterior era imposible comprender lo que seguía. Y lo sintetizaba así: si un edificio se edifica sobre bases falsas, tarde o temprano, se desplomará.
El segundo, fue mi profesor de Historia 011. Tenía el don de viajar magistralmente por los vericuetos más inhóspitos y escabrosos de nuestra historia nacional. Escuchar sus cátedras era un deleite y una experiencia sin igual. El Dr. Julio Ibarra Ríos, mientras dictaba su cátedra se paseaba de un lado a otro en el aula, reflexionando en voz alta. Parecía un mago en medio de nuestra asombrosidad y de su discurso enaltecedor sobre la epopeya de la Independencia Nacional y la egregia figura del patricio Juan Pablo Duarte y Diez. Su esfuerzo se centraba en que cada estudiante quedara edificado sobre el pasado histórico del pueblo dominicano y que, en consecuencia, pudiera orientarse en el presente. ¡Y lo lograba!
El tercero, de mis profesores, era el Dr. Ciriaco Landolfi -que nos dejó la semana pasada-. No bien entraba al aula, cuando ya su voz estruendosa nos convocaba a un viaje fantástico por la historia universal. En ese océano de sus conocimientos navegábamos y en ese trayecto desfilaban y se amontonaban infinitos procesos, batallas, movimientos, revoluciones, reformas, contrarreformas, inquisiciones, guerras, conflictos, revueltas; pero, sobre todo, figuras universales que en sus cátedras cobraban vida. No pocas veces, escuchábamos a Napoleón, a Máximo Gómez, a Martí, a Gandhi, a María Antonieta y Juana de Arco, todos: arengando, justificándose, o en el caso de Gandhi, resistiendo el castigo inmisericorde del colonialismo inglés, sin más defensa que la palabra o su resistente anatomía. Y era tanta la emoción, que, a veces, se nos olvidaba que eran las diez de la noche. Cuántas veces, a esa hora, tuve que emprender el camino a casa inspirado por aquellas lecciones de historia, por aquellos procesos y por aquellos hombres que cambiaban la historia. ¡Inolvidable!