Desde hace tiempo nuestro liderazgo político ha apostado por asegurarse un ambiente en el que el control de las instituciones, el debilitamiento de los contrapesos, la impunidad, la fragilidad del imperio de la ley, la sumisión de parte de la sociedad en base a crear clientela y rentistas, les aseguren no solo tener y retener el poder, sino ejercerlo al margen de la ley.
Han ido silenciando críticas, sumando adhesiones interesadas, penetrando todos los espacios incluyendo partidos de oposición y sociedad civil, desnaturalizando instrumentos legales, desvirtuando organismos, apañando malas prácticas, negociando lo innegociable y quebrantando así la confianza en el Estado y sus instituciones.
Nuestro país que exhibe un crecimiento económico continuo desde hace décadas, que ha experimentado transformaciones notables de sus infraestructuras, paradójicamente sigue anclado en el pasado por el mismo caudillismo que ha marcado negativamente su historia.
Ese peligroso juego de que todo se vale y la actitud pasiva y tolerante de buena parte de la sociedad, no solo ha causado graves daños, sino que está provocando que nos quedemos cada vez más sin recursos a quienes recurrir en situaciones de crisis, y que no haya autoridad ni proceso que sea respetado o que goce de la credibilidad requerida.
Hemos permitido que cambiar la Constitución para complacer los voraces apetitos de poder sea tan vano como cambiar de vestimenta, que la política tuerza la balanza ciega de la justicia y se apodere de todas las instituciones y que la corrupción transite impune, aunque seamos el segundo país en cuanto al monto y el último en cuanto a las consecuencias contra los implicados, del caso ODEBRECHT, la red internacional de corrupción más grande que haya sido revelada.
También hemos tolerado que votos decisivos para reformas constitucionales tengan un precio, que el derecho fundamental al sufragio sea un bien transable en mercados persas en las antesalas de las elecciones, que los aportes a aspirantes sean una lucrativa inversión para muchos y que quien cuente con los recursos del Estado o tenga más dinero sin importar de donde venga, tenga la ventaja para alzarse con el cargo.
De nada vale que la Constitución consagre que los principios de libertad y equidad deben primar en los procesos electorales si estos son a todas luces burlados, o contar con nuevas leyes de partidos y régimen electoral si las infracciones a las mismas no son perseguidas e investigadas por una procuraduría especializada con niveles creíbles de independencia, que estas mandan crear y aún no se hace, y si los responsables no son debidamente sancionados.
Lo que está en juego va más allá de unas primarias, es una lucha de poder entre los dos líderes del partido oficial que han actuado como si este fuese el Estado mismo y que quisieron poner en manos de la Junta Central Electoral (JCE), lo que su mutua desconfianza no les permitía decidir internamente.
No podemos permitir que esta lucha siga afectando al país como lo ha estado haciendo y que socave la credibilidad de la JCE para cumplir su misión principal que es poder agotar el intenso calendario electoral del 2020, difícil tarea que solo será posible con el compromiso de todos, para que las leyes sean cumplidas, los derechos respetados y los roles cabalmente ejercidos.
Es hora de que la sociedad abra los ojos y actúe con responsabilidad más allá de los intereses de corto plazo, pues los problemas pequeños se vuelven grandes y los países como los hijos, con permisividad crecerán torcidos y si no los corregimos a tiempo, nunca lograrán enderezarse.