Es conocido que entre algunos de nuestros políticos se da una vocación suicida que ha llevado a varios de ellos a desperdiciar lo que parecían carreras de gran potencialidad al servicio del país.
Los hay en tiempos contemporáneos que pudieron darle al país mucho más de lo que le aportaron, pero que malograron esos aportes por errores que tipifican como una especie de gobernabilidad suicida sobre sus mentalidades.
Pensemos en líderes jóvenes que exhibieron o exhiben potencial para convertirse en figuras trascendentes pero que por desatar ambición extemporánea o ansiedad mal administrada, echan o están echando a perder carreras políticas que proyectaban mayores magnitudes.
Algunos de ellos aún sin merecimientos suficientes para aspirar a las altas responsabilidades que conlleva la conducción del Estado, malogran su proyección cuando aún no llegan a la condición de figuras con pasta y conducta de estadistas, ni son los interlocutores maduros que demandan los pueblos en estos tiempos tan difíciles.
Un léxico florido, o poses temerarias o ireverentes, no bastan para presentar credenciales presidenciables, cuando se ha hecho tan confuso el umbral en que se definen las posturas ideológicas.
Entre esas jóvenes figuras resalta alguien que, como Abel Martínez, no estando aun maduro para una competencia por la presidencia de la República, emerge de una oscura consulta preelectoral no por calificación suficiente sino sólo por la orfandad de liderazgo en que ha quedado la fuerza política a la que pertenece, tras la debacle ética, institucional, social y económica que significaron sus dos décadas perdidas de ejercicio del poder.
Y es ese inmaduro dirigente, quien incurre en el yerro de ofender a todo el país atento a defender su soberanía, en un infeliz esfuerzo por congraciarse con el poder norteamericano.
No se sabe cuánto malgastó Abel Martínez por presentársele al país como campeón del antihaitianismo, para que en una chapucera y frívola pará, como la denominara un agudo comunicador, tirara su figura por la borda ante los sectores sensatos de la sociedad.
Podría decirse que cuando Abel Martínez ataca al Gobierno, por defender la soberanía nacional, no sólo incurre en un imperdonable e inaceptable error sino que se inscribe entre los políticos de vocación suicida que hemos tenido y tenemos.
Talvez la caída de Abel, que trató de reparar buscando una hospitalización que él mismo irrespetó con nuevos alegatos viejos, sea una buena oportunidad para que empecemos a planificar -partidos y la sociedad en conjunto- forjar mejor al liderazgo de relevo que merecemos para el futuro.