La última vez que tuve noción de la Navidad, antes de que fuera prohibida por la Revolución Cubana, fue en 1967. Aún le quedaba una bodega a mi abuelo David en Camagüey.
Yo me llenaba los bolsillos del shorcito de avellanas y uvas pasas. Y mi abuelo gritaba a mi abuela: “¡Margoooo ven a buscar al niño que se está llevando las avellanas”. La bodega estaba atestada de sidras, vinos, manzanas, uvas y turrones.
Al año siguiente le terminaron de nacionalizar a mi abuelo la bodega, la alegría y la prosperidad. A mí solamente me quitaron la Navidad. Pero a él le quitaron la vida. Lo nombraron auxiliar de la administradora (la presidenta del Comité de Defensa de la Revolución zonal) del que había sido el último resquicio de propiedad que había hecho crecer con honestidad y esfuerzo.
Pocos años después murió deprimido, diabético y amargado. Creo que una sola vez lo vi sonreír. Probablemente fue cuando nació mi prima hermana (más hermana que prima) Ileana, quien pasó por aquí hace tres semanas en un avión rumbo a Jamaica y Nicaragua, y de ahí, a pie por Honduras, Guatemala, México, y al fin a Estados Unidos, a reunirse con su hijo, un talentoso artista plástico.
Ileana acaba de descubrir probablemente lo que son de verdad las Navidades. Su significado familiar, ese concepto tan desdibujado por la Revolución que nos inculcó que los gusanos que se iban a Estados Unidos, dejaban de ser familias nuestras.
En el año 2000, es decir 35 años después, me reencontré con mis tíos Juanito y Elma, que viven en Sarasota, y con mis primos Alberto y Elmita. Eran los primos con los que más jugaba de niño, hasta que se fueron a Estados Unidos. El cariño estaba intacto. Pero el tiempo que se va no regresa.
Yo redescubrí las Navidades en República Dominicana, hace 22 años. Las manzanas, las uvas, los vinos, el cerdito asado. Y sobre todo la maravillosa sensación de paz y alegría por la unión familiar, convencido de que en algún lugar de la memoria, mi abuelo llama “¡Margooo, busca al niño que se está llevando las avellanas!”.