10:30 a.m., lunes 15 de febrero, 1975. Mi padre se encontraba en la oficina de Joe Bona, su consolidador y embarcador en New York. Era el primer día de trabajo del tradicional viaje de compras de febrero, luego de las ventas de Navidad y Reyes, y del inventario que culminaba siempre el Día de Duarte. Eran las 9:30 a.m. en NY, cuando suena el teléfono directo. “¿Qué hubo papi? ¿Cómo va todo?” preguntó mi padre. “Todo bien”, le respondí. En agosto de 1974, había empezado la carrera de economía en la Unphu y había quedado como encargado de ejecutar, en la Novia de Villa, las instrucciones que había recibido del Caimán, calificativo que nuestro barbero, el querido tío Julio, otorgó a nuestro padre. “¿Cómo está la prima?” me preguntó. No se estaba refiriendo a un familiar sino a la tasa de cambio que prevalecía en el mercado paralelo, donde compraban los importadores no privilegiados con los dólares a la par (RD$1.00 =US$$1.00) del mercado oficial que administraba el Banco Central. “Llamé hace 10 minutos y están pidiendo 1.15”, respondí. “¿1.15, están locos?… no me cierres, espera un momento” tronó el Caimán. Transcurrió un silencio de casi dos minutos, hasta que fue interrumpido por la siguiente instrucción, “Ok, compra”.
Están locos, pero compra. No entendí la lógica de lo escuchado, pero ejecuté la instrucción. Cuando mi padre regresó dos semanas después, le pregunté a qué se debió la pausa en esa llamada. Sonrió. Me explicó que mientras conversaba conmigo, en la oficina de Bona había un septuagenario comerciante judío, con negocios en Colombia, que lo escuchaba. El judío no se pudo contener. “Joven”, dirigiéndose a mi padre de 47 años, “¿me permite un minuto?”. “Si, como no”, respondió mi padre. “Perdone la franqueza. Lo escucho hablando con su hijo, alterado porque le están pidiendo un precio por el dólar que usted considera una locura. Excúseme, pero me parece una estupidez de su parte. Dígame una cosa, ¿hay dólares?”, preguntó el judío. “Claro, a 1.15 me informa mi hijo”, responde mi padre, a lo que el judío, con una sabiduría ancestral enriquecida por la dilatada inestabilidad política y económica latinoamericana, riposta “pues compre. En los países donde nos ha tocado vivir a usted y a mi, mientras haya dólares, están baratos.” Con los años descubrí que si hubiese que agregar un mandamiento en las tablas de Moisés, definitivamente era ese.
Mi padre no estudió negocios ni administración de empresas. Era médico graduado de la Universidad de Santo Domingo, con cuatro años de especialidad en cirugía general en los hospitales Knickerbocker, Governeur y Bellevue de NYU. Lo que sabía de comercio lo aprendió de mi abuelo Salomón, un emigrante sirio que arribó al país en 1907, y de la sangre fenicia de mi madre, descendiente de padres libaneses que emigraron a principios del siglo XX. Y de sus amigos judíos, dueños de almacenes de tejidos en Canal St., donde compraba en cada uno de sus viajes a NY.
“Mientras haya dólares, están baratos”. Esa frase, posiblemente, influyó en que 8 años más tarde, escribiese en Columbia mi tesis de Ph.D. sobre la dinámica de tasas de cambio duales. “Los hombres prácticos, que se creen exentos de cualquier influencia intelectual, son usualmente esclavos de algún economista difunto”, escribió Keynes en 1936. “Los economistas, que se creen originales y creativos, son usualmente esclavos de las ideas y teorías de algún colega judío”, me atrevería a postular sin temor a equivocarme.
Samuelson, Kuznets, Arrow, Leontief, Kantorovich, Friedman, Simon, Klein, Modigliani, Solow, Markowitz, Miller, Becker, Fogel, Harsanyi, Selten, Merton, Scholes, Stiglitz, Akerlof, Kahneman, Aumann, Hurwicz, Maskin, Myerson, Krugman, Ostrom, Diamond, Roth, Hart, Thaler y Nordhaus, judíos o descendientes de judíos, son Premios Nobel de Economía que han influenciado a los economistas de todas las escuelas. El 40% de los Premios Nobel de Economía otorgados desde 1969, han sido recibidos por economistas judíos o descendientes de judíos. Teniendo en cuenta que el total de judíos en el mundo apenas representa el 0.2% de la población mundial, la participación de 40% en el Nobel de Economía revela que en adición a la sabiduría ancestral que acumula el pueblo judío, habría que agregar superávit de inteligencia y, sobre todo, de esfuerzo y perseverancia.
Todo lo anterior como preámbulo a lo que para mí ha sido una de las grandes tragedias de nuestra nación. En julio de 1938, por iniciativa del presidente Roosevelt, se realizó en Evian-les-Bains, Francia, una conferencia para discutir opciones frente al problema de los refugiados judíos, víctimas de la persecución nazi. 32 países enviaron delegaciones para discutir las cuotas de inmigración. Estados Unidos, con una cuota anual de 30,000, rechazó ampliarla. Inglaterra, que había acogido 90,000 inmigrantes judíos y Francia, explicaron que no podían recibir más. Australia planteó recibir hasta 5,000 por año. Canadá fue cortante: no podía recibirlos por temor al crecimiento interno del antisemitismo. América Latina planteó que, ante la adversa situación económica que enfrentaba, no podía recibir judíos.
Sólo un país en el mundo mostró su disposición a recibir una cantidad considerable de refugiados judíos. República Dominicana anunció en la Conferencia de Evian su disposición a aceptar hasta 100,000 refugiados judíos, una cifra equivalente al 6.2% de la población dominicana en 1938. Algunos han señalado que con ello Trujillo quería apaciguar la reacción internacional luego de la matanza de haitianos de octubre de 1937 y congraciarse con los Estados Unidos, para luego obtener tratamientos más favorables en materia comercial y financiera de parte de la administración Roosevelt. Otros consideran que Trujillo promovía la llegada de judíos europeos para elevar la presencia de la raza blanca en el país. Algunos documentos revelan, sin embargo, que Trujillo estaba consciente de que los judíos eran “personas capaces y que los necesitábamos”, para modernizar la agropecuaria dominicana. Independientemente de la razón detrás de esa decisión, ninguna otra, en aquel momento, podría tener mayor impacto favorable en el desarrollo integral de la República Dominicana, que la inmigración de miles de judíos.
El gobierno anunció que a cada inmigrante judío se le donarían 32.4 hectáreas de tierra, 10 vacas, una mula y un caballo. No llegaron los 100,000 inmigrantes que había ofertado recibir República Dominicana; apenas 757 llegaron a Sosúa. Es difícil saber si la oferta de 100,000 era o no realista, más aún si se tiene en cuenta que mientras el informe de 1942 de la Brookings Institution, auspiciado por la Fundación de Leon Falk, sostenía que la capacidad de absorción máxima era de 5,000 inmigrantes, reportes críticos del informe Brookings, posiblemente muy exagerados, la situaban en 379,000. El Informe Brookings, implícitamente, respaldaba la posición de expertos sionistas que entendían que la única solución al problema judío era una patria judía en Palestina y que ensayos como el de Dominicana, implicaban una pérdida de tiempo, energías y recursos.
Es obvio que Sosúa, por si sola, no estaba en capacidad de acoger 100,000 inmigrantes judíos. Pero si ésta era percibida como plataforma para la distribución de inmigrantes judíos a otras regiones agrícolas, comerciales e industriales del país, el nivel de exageración que algunos asignan a los 100,000 cede rápidamente, más aún si se tiene en cuenta que en el 2017 teníamos “censados” 570,933 inmigrantes, en su mayoría haitianos, equivalente al 5.6% de la población de ese año.
Lo que sí quedó demostrado fue el impulso emprendedor y la explosión de creatividad que ese puñado de judíos, aplicando el sistema de “ensayo y error”, exhibió en Sosúa. Pero también, la estupidez que exhibieron en 1938 la mayoría de los países del mundo, cuando rechazaron recibir inmigrantes judíos europeos o elevar sus cuotas anuales de inmigración, bajo la falsa percepción de que con ello favorecerían la inmigración de “escoria humana”. “Big, big mistake”. Pocos pueblos han acumulado el nivel de éxito económico que ha exhibido el pueblo judío. Gracias a su inteligencia, esfuerzo y perseverancia, pero, sobre todo, porque muy temprano descubrieron que la educación era la única vía que el destino les había habilitado para progresar económica y socialmente. Si esos 100,000 judíos hubiesen llegado al país, de seguro que hoy seríamos la economía de mayor ingreso per-cápita la región. Una verdadera tragedia que sólo llegaran 757.
Que esto lo señale un descendiente de sirios-libaneses podría llevar a algunos a pensar que existen otras motivaciones detrás de estos señalamientos. Es cierto que mi profesor de natación fue un joven descendiente de judíos europeos que, en enero del 2019, asumirá la Presidencia del Consejo de Seguridad Nacional de las Naciones Unidas. También es cierto, que Calvo, el apellido de Guillermo, mi asesor de tesis en Columbia, es de origen sefardita. Y que el primer “paper” que publiqué en un “journal” internacional, lo escribí con Miguel Kiguel, un amigo argentino de Columbia, descendiente de judíos.
La razón es diferente. Como economista, soy esclavo de las ideas y la forma de observar y analizar los hechos, de muchos economistas judíos o descendientes judíos. Al igual que la Real Academia de las Ciencias de Suecia, valoro sus contribuciones a la ciencia económica. Dios escogió al pueblo judío para que señalara a otros el camino hacia Él y difundiera su promesa del envío de un Redentor, Mesías y Salvador. Muchos consideran que el pueblo judío falló en esta encomienda. Donde no falló fue en la propagación de las ideas económicas y modelos financieros que han promovido el progreso y la riqueza de las naciones.