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Más allá de su talento como compositora e intérprete, cuestionado especialmente desde que se convirtiera en la única artista con cuatro Grammys al álbum del año, Taylor Swift se erigió en centro de una pasión global que los expertos achacan, como dice una de sus canciones, a su “mente maestra”.
Sebas Alonso, director del medio especializado Jenesaispop, destaca cómo supo escuchar al mercado para ampliar progresivamente su alcance, primero con el salto desde el country más accesible pero que la acotaba a EE.UU. durante sus tres primeros discos al pop más global con Red (2012).
“Entonces perdió el Grammy al mejor álbum frente al Random Access Memories de Daft Punk; se dio cuenta de que el suyo no era un disco muy cohesionado y decidió hacer 1989 influida por las críticas”, señala sobre otro de los hitos discográficos de su carrera, que fue avalado (y versionado íntegramente) por un artista tan reputado como Ryan Adams.
El tercer gran hito discográfico de su carrera, además en plena pandemia, fue su alianza con Aaron Dessner (The National) como productor, del que surgieron Folklore y Evermore, “cambiando su target hacia un público underground que la empieza a tomar más en serio”.
Ganarse el respeto
Swift se rebeló varias veces contra la concepción del artista como el último eslabón de un negocio para el que se limita a producir contenido, no arte, como cuando retó a Spotify y retiró su música de la plataforma tras publicar un artículo en The Wall Street Journal titulado ”Las cosas valiosas merecen ser pagadas”, en busca de una compensación justa por parte del streaming.
Otro de sus golpes en la mesa en defensa de sus derechos tras una maniobra comercial llegó después de que el representante de artistas Scooter Braun la despojara de todo control sobre la primera parte de su discografía. Entonces decidió regrabar todos los álbumes “perdidos” y estos sobrepasaron el éxito de los originales, en una cruzada compartida por todos sus seguidores.
Esa demanda de respeto también se fue dando progresivamente en la narrativa de sus canciones. De chica algo pacata, víctima impasible por ejemplo de los ataques de Kanye West, pasó a dar salida a sus frustraciones, a menudo sentimentales, véase “I Know You Were Trouble” o “We Are Never Ever Getting Back Together”, pero también contra otros enemigos (como Kim Kardashian, en su último disco).
No obstante, pasarían años en los que se le reprochó mantenerse demasiado tibia en la condena de políticas y actitudes retrógradas que, con el trumpismo en boga, se estaban cebando con las mujeres y el colectivo LGTBQ+, su principal granero de seguidores. Al final se terminó posicionando del lado de Joe Biden, algo que se estimó como determinante no solo para las anteriores elecciones, sino también para las próximas.
Swift, un negocio y una comunidad
Pero el enorme seguimiento que protagoniza no se puede explicar en opinión de los expertos consultados, solo por sus cualidades artísticas. Para Pablo Benítez de Lugo, que trabaja como business lead en Accenture Song, “nadie como ella ha entendido Taylor Swift como una empresa”.
Puede ser que no destaque como bailarina, con un timbre especial o unas cualidades vocales excepcionales, pero a cambio sigue cuidando todo el apartado técnico, ya sea en sus grabaciones, en sus videoclips (vividos aún como acontecimientos) y en la producción de sus shows (el actual, de más de 3 horas de duración).
“Es muy especial la relación con los fans, que es mucho más directa, presta mucha atención a todo lo que se dice y contesta”, señala Diego Pernas, experto en comunicación digital, ante un vínculo casi de amiga y oyente. Como ejemplo, cuando reformuló su canción “Snow On The Beach” junto a Lana del Rey después de que sus seguidores lamentaran que apenas se oyera a la otra artista.