Continuando con las impresiones que tuve sobre “El Grito” del artista noruego Edvard Munch, en mi visita a Oslo, Noruega, debo afirmar con total franqueza que es de las obras que más me han impactado, aun no siendo el expresionismo de mis estilos favoritos. Y es que el arte en sus innumerables periodos y estilos ha sufrido notables transformaciones, resultando muchas veces compleja su lectura, pues la visión del mundo para los artistas del siglo XIX en adelante, mayormente se reduce a pinceladas quedando el dibujo relegado a trazos e introduciéndose cada vez más el aspecto abstracto.
Ahora bien, este nivel de síntesis al que han llegado muchos artistas luego de años de experimentación no los hace mejores o peores, sino, sencillamente, diferentes entre sí, pues su arte responde a las necesidades de su tiempo. De modo que en un mundo donde la fotografía ya es parte del día a día, por qué ir al natural, si bien puedes ensayar nuevas formas de representación que guíen a la reflexión y a cuestionarnos sobre las problemáticas del entorno.
Desde luego, existen piezas especiales como “El Grito” que cuando la tenemos “cara a cara” es difícil evitar poder entrar en diálogo con lo que tiene reservado el autor en el lienzo. Sin uno proponérselo, se suscita una magia inusual que te motiva para no perderte ningún detalle. Se trata de un enamoramiento del receptor hacia la obra, cuya explicación solo podría compararse con un estado de hipnosis donde los sentidos solo parecen deleitarse.
No obstante, hay que tener en cuenta que, a pesar de que la desesperación es uno de los aspectos esenciales en la obra, donde probablemente el artista expresa su punto máximo de ira con el mundo y su entorno, es claro que lo último que sentimos es inquietud, al menos en mi caso. Lo que pude percibir fue más bien la fuerza que tiene el lienzo invadido por trazos de color donde la firmeza y carácter al pronunciar el estado del alma, logran trascender las fronteras y convertirse en un sello de identidad para el pueblo noruego.