El mismo año que nació Pedro Batista, se oía la algarabía que hacía el séquito de adulones del presidente Heureaux en el Palacio Consistorial de Santiago a donde llegó para inaugurarlo.
Ese Santiago de calles de fango, empezó a crecer ese mismo 16 de agosto cuando Lilís, seguido por el mismo coro y con Doña Eloisa Espaillat, caminaba por la Calle San Sebastián hacia la Estación Marte del Ferrocarril Central Dominicano donde sumó otra de las cinco que inauguró el presidente puertoplateño ese día. Sonó el pito del tren Anacaona y Perico Pepín levantó su copa para chocarla con la del Presidente, que a la vez respondió, como hacían los emperadores romanos, de manera que ambas copas se salpicaran, por si las moscas y la cicuta.
La zona de los Batista era Las Rosas cercana a la Iglesia Mayor, perfumada por todo tipo de tabaco tamborileño que aparecía como el mago de Aladino: de repente y desde el humo.
Como buen estudiante que era no tardó en graduarse de bachiller a los 17 años en 1914 en la Escuela Normal “Ulises Francisco Espaillat”, de su misma calle, hoy 16 de Agosto. El uniforme escolar era riguroso como lo era la propia guardia de Mon instalada en la Fortaleza San Luis y desorientada desde que lo emboscaron en Güibia en el 1911 como lo retrató Rodríguez Urdaneta en tres óleos que nadie sabe el paradero.
Santiago creció sin que él lo viera, ni el Puente Yaque que los americanos hicieron en el Paso de Borbón, al final de la Avenida Valerio; ni la Escuela México que Ercilia construyó con sus uñas como para borrar todo vestigio de las bacanerías en la casona de Madama García; ni el Centro de Recreo de Enrique Deschamps, aunque sí estuvo para la inauguración del Hotel Mercedes.
Ni Cuqui Batista, su sobrino, ni nadie me ha dicho qué hizo Don Pedro como para que Trujillo lo nombrara cónsul en Montreal, Canadá, donde, además de aguantar el frío más grande de su vida, aprendió, de esa cultura, la organización y el orden como lo expresó en tantos editoriales de La Nación del que fue su director del 1940 al 41.
Y esa cultura, absorbida en el Polo Norte canadiense, le sirvió en algo para ampliar su ciudad natal donde fue elegido, o nombrado, síndico en el 51.
Tocado de su sombrero “canotier”, según los franceses y “tipo casabe”, en el Cibao, se le veía por la Calle Generalísimo Trujillo calculando, discutiendo, dirigiendo los trabajos de la amplia avenida de la Iglesia San José en la parte oeste donde se estableció el matadero, los lupanares más peligrosos y alegres del país. Con el sello de la marginalidad, la prostitución servía de alivio a los cargadores de saco de los almacenes de ventas al por mayor, a los marchantes de todo tipo y calaña, gente de trabajo cuya filosofía repetían las velloneras dictada por soneros y bachateros pasao de contentos e inspiración.
Sin embargo, el legado de Don Pedro no es ni el barrio Eliseo, ni Pueblo Nuevo, ni la modernización y ampliación de las calles de Santiago. El mayor tesoro que nos dejó Don Pedro fue un libro sobre la ciudad, sus calles antiguas, sus familias: “Santiago a Principio de Siglo”. Es casi el mismo Santiago que describe Enrique Deschamps en su libro sobre la República Dominicana en el 1905.
Batista divide el pueblo en cuatro partes, eran los ejes que bautizaron como Pueblo Arriba y Pueblo Abajo, cortando por El Sol y la San Luis como si fuera una bandera. Estos cuatro cuadrantes, resultado de su división están limitados por el este hasta la falda de El Cerro donde luego se construyó El Monumento de Gazón Boná en la Era. Al oeste de la ciudad, la Calle San Nicolás, actual Presidente Guzmán. Por el norte la Calle del Barro entre el cementerio y la Estación Marte (actual estación de bomberos) por donde pasaba el Ferrocarril Central Dominicano y que le dio el nombre a La Avenida Central. Por el sur la calle de La Barranca, desde la Fortaleza San Luis hacia abajo y, por La Chancleta en Los Pepines como se puede comprobar en un mapa de 1864 de Juan López y copiado por J. U. Franco y N. Puras (Apeco) de mi colección privada.
El mayor esplendor de ese Santiago de Batista se vivió entre los años 50 y 70 con una población propia de su ciudad, distribuida entre comercios y casas de familias muy diferenciadas y en sus lugares apropiados. Una ciudad limpia, personal edilicio culto, pocos vehículos y el coche o victoria como transporte natural. Y, claro, una autoridad policíaca odiosa para hacer respetar las condiciones de clases de cada quien. Si no, pregúntenle a Negro Veras.
Los cines principales (ver https://www.elcaribe.com.do/gente/cultura/el-cisne-en-el-cine-santiagues/ ) después que los hermanos Palmer lo iniciaron en la San Luis con San Miguel, El Ideal en Las Rosas por detrás del Club de Damas de doña Trina de Moya y El Colón.
La economía de Santiago funcionaba alrededor del tabaco y el ron de los 19 talleres de alambiques existente.
Cuadra por cuadra, casa por casa, Pedro Batista recorrió las calles recordando las familias de su contemporaneidad como si fuese un censo. Confirma, igual que Enrique Deschamps, los detalles de esa ciudad que se abastecía de agua con los 40 aguadores que subían La Cuesta del Burro (donde está el Puente Hnos. Patiño), pasaban por El Callejón de las Burras, y vendían la lata por un centavo. Era el agua cristalina y pura del Yaque que le quitaba la sed y el sudor a sus 10 mil habitantes, de los que se destacaban 215 cigarreros, 12 cocheros, 20 sombrereros, 2 fotógrafos (Julio Aybar y Pedro Catinchi), 4 telefonistas, 2 ingenieros (Louis Bogaert y Pilade Steffani), 5 médicos (Arturo Grullón, Pablo Dobal, Buenaventura Báez Lavastida, Rafael Pérez Cambiaso y Sterling R.F.), 5 barberías y 18 barberos, 57 panaderos, 13 locos, 2 ciegos, 51 haitianos y 2 chinos.
Sabemos hoy día, por la descripción exacta de sus cuadrantes, que Ulises Francisco Espaillat vivía en la calle El Sol, un poquito más arriba de las Calle San Luis y una de las pocas casas que Patrimonio pudo preservar. Sabemos que Louis Bogaert y Juan Antonio Alix vivían en la calle La Amargura, Rosa Smester al lado de la Gobernación, Antonio Pichardo tenía una dulcería en la casita de dos plantas al lado del Centro de Recreo y que para vergüenza del mondonguerismo la tienen los buhoneros de celulares; Fernando Valerio en Las Rosas. En La Barranca, Eladio Victoria y los Pepín que le dieron el nombre al barrio Los Pepines; Eduardo León en la San Miguel, Mercader C. J. V., abuelo del autor, en la Cuesta Blanca; los Franco Bidó, en la calle Libertad…
Pedro Batista conocía la ciudad como la palma de sus planos… no hay duda.
Batista publicó su libro en el 1976 cuando sus recuerdos se confundían e intentaban fugarse de su cabeza. Es un libro que amerita una reedición de lujo para el bienestar de la historia y el orgullo de este Santiago y que seguro costará menos que el letrero, con to y corazón, que anuncia la entrada que todo el mundo sabe que no ha llegado a Groenlandia.
El libro de Batista contiene los datos esenciales que explican la identidad que se forjó Santiago como capital de El Cibao por su producción y desarrollo comercial e industrial. Para muchos, La República del Cibao.