En 2021 llegué a trabajar a Peto, Yucatán, en el caribe continental mexicano. Para ese entonces, la película mexicana “Selva trágica” (2020) había conquistado Netflix, y la escena de los chicleros muriendo, cayendo como moscas producto de la malaria, resultaba embrujante para los no conocedores de la zona. Al ser una devota lectora de paisajes, Peto fue un lugar extraño para mí, su calle principal conectaba con los municipios más pobres del estado de Yucatán, los cuales, paradójicamente, se encuentran ubicados a unos kilómetros del estado de Quintana Roo, en donde encontramos la afamada Riviera Maya.
La península de Yucatán es un extenso territorio sobre el que se expresan complejas redes de relaciones tanto comerciales como familiares que comparten una larga data. Durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del siglo XX, la entrada del federalismo, el despunte en tierras interiores de la producción y el comercio del henequén, así como el desarrollo de la industria chiclera desplegándose hacia el sureste de la región marcaron el esplendor de la época dorada del oro verde, la cual favoreció la consolidación de una élite criolla que conservó relativamente su autonomía política con respecto al centro administrativo de la joven república mexicana. Construyéndose como un espacio aparte, de la mano del henequén y lejos de su primo salvaje: el chile, que dio entrada a la era del oro blanco, la península yucateca, otrora conformada por los actuales estados de Yucatán, Campeche, Quintana Roo, parte del Petén Itzá y una fracción de Tabasco, se posicionó a nivel internacional como una región sui generis que se fraccionaba política e identidariamente al interior, pero que presentaba una historia económica en conjunto que se suscribían sobre el contrapunteo de sus dos principales productos de importación internacional: el henequén y el chicle. Estas relaciones todavía persisten y son visibles tanto en su arquitectura como en las formas de interrelación de lo que hoy podemos considerar como lo “yucateco”: una identidad ambigua en disputa social, pero sólidamente afianzada en el imaginario de la muy “blanca y leal Ciudad de Mérida”.
En la primera mitad del siglo XIX el ferrocarril se expandió por el mundo como sinónimo de modernidad, por supuesto la península de Yucatán no fue la excepción en esta vorágine, pues la tecnología permitió a los empresarios y comerciantes yucatecos el desarrollo de la industria henequenera que trajo consigo desarrollo científico-tecnológico, creación y acumulación de capitales, una fuerte demanda de textiles al exterior y, por supuesto, el tendido de una compleja red de ferrocarriles que permitieron la inauguración de un nuevo puerto, con su respectiva aduana: El puerto de Progreso, hoy punto nodal del turismo que recorre y consume la costa maya de Yucatán (paraíso caribeño aun no descubierto a gran escala por el turismo internacional).
Entre 1840 y 1857, Santiago Méndez Ibarra alternó la gobernatura de la unificada península de Yucatán con Miguel de Barbachano, ambos tuvieron la encomienda de pacificar Yucatán después del estallido de la mal llamada Guerra de Castas (1847-1901), una de las rebeliones indígenas más importantes y longevas que ha vivido Latinoamérica, en la cual indígenas mayas del sur y oriente de la península yucateca se sublevaron contra los terratenientes blancos que los explotaban sin piedad. Méndez y Barbachano no solo tuvieron que lidiar con los efectos económicos de esta justa rebelión indígena, sino que se dividieron y tuvieron que enfrentar el conflicto independentista con Campeche que terminó con la fragmentación de la península y la creación de distintos bandos políticos. Como era de esperarse, la industria del henequén y el sistema ferroviario que le dio vida se extendieron en su mayoría hacia el noroeste de la península yucateca, producto de los efectos de la guerra, sin embargo, los empresarios yucatecos si tendieron dos líneas ferroviarias al este y al sur: la Mérida-Peto y la Mérida-Campeche, pero ambas cumplían un interés más político que económico, pues pretendían, por un lado, controlar los levantamientos indígenas para repoblar los sitios abandonados por los efectos de la Guerra de Castas y, por el otro, limar las asperezas con el ahora vecino estado de Campeche, cuyos empresarios querían también acceder a la riqueza del “oro verde” que circulaba, gracias al ferrocarril, vía el puerto de Progreso.
Mientras de un lado de la península se desbordaba riqueza, el sureste era dominado por densas selvas plagadas de árboles maderables, entre ellos el chicozapote, que eran explotados por indios rebeldes e ingleses. Así, escondidos en la mística selva que caracteriza el Petén Itzá, se encontraban los chicleros que se distribuían por la parte suroeste de la península abarcando desde Quintana Roo hasta Honduras Británica (hoy Belice). Para inicios del siglo XX, el “oro blanco” ya era considerado una industria importante que era explotada principalmente por empresas estadounidenses como la de Thomas Adams, que compraba chicle a campesinos, indígenas e ingleses avecindados en Honduras Británica, los cuales se enfrentaban a una labor extractiva altamente riesgosa cuya producción estaba comprometida en el extranjero y que no reportaba gran desarrollo local, a diferencia del henequén. Cómo dato curioso, fue a partir de 1871 que Adams importó la primera goma de mascar a EUA que fue conocida con el particular nombre de “Yucatán”.
La imagen de la selva chiclera mítica e indomable ha sido pretexto literario y cinematográfico recurrente para caracterizar la costa maya en donde la muerte, la enfermedad, la soledad y la violencia son escenas cotidianas, pero en realidad son el reflejo paisajístico de una sociedad multicultural heterogenia que se desarrolló más lentamente y con una derrama económica local menos significativa de lo que hiciera su contraparte: la zona henequenera. Rodulfo G. Cantón, junto con su hermano Olegario, fueron los encargados de construir la línea de ferrocarril entre Mérida-Peto en 1900, con la esperanza de que el tren trajera progreso. No lo lograron, el oro verde vio su declive a mediados del siglo XX y el oro blanco cargó con toda su bonaza para Estados Unidos dejando detrás de si, la selva que vuelve a comérselo todo.