El grupo que se preparaba para enfrentar las tropas del gobierno, el 23 de enero de 1876, no estuvo completo hasta que doña Eneria Frías forzó la entrada de la casa de Gregorio Luperón. Al percatarse de la balacera que una cuadra más arriba se producía contra su familia, se dirigió rápidamente al lugar de los hechos en el preciso momento que un soldado apuntaba por la espalda a su hijo Félix Tavárez.
Instintivamente le arrebató la carabina al sujeto, quien exigió: “respéteme que soy cabo’” a lo que ella respondió “Cabo es rabo y por lo tanto no compone nada” y carabina en mano, se internó para sumarse a la defensa en la casa de Luperón.

¿Quién era Eneria Frías? Una mujer de armas tomar, nunca mejor dicho; firme, valiente y sin prejuicios en el siglo XIX, o, “varonil y valiente” como la describió su nieta. Avida lectora de buenos escritores. Nació en una familia de origen canario que se estableció en San Juan del Llano, donde vino al mundo el 27 de mayo de 1830. “Casó a los 16 años con Manuel Tavárez, un ganadero santiaguero, viudo, que acostumbraba a ir a esa comunidad a comprar buenos caballos de montura y ganado, con quien tuvo sus dos hijos”. Lo que había iniciado, un domingo, como un pasadía familiar para disfrutar de una corrida en San Juan del Llano, cambió trágicamente la vida de esa familia cuando un novillo dio una cornada mortal en el vientre a don Manuel.

La pareja estaba contra la Anexión a España lo que daño la relación de amistad que mantenían con el General Pedro Santana y su hermano. A pesar de enviudar mantuvo su posición, cooperando con reses y dinero con los revolucionarios, situación que puso precio a su cabeza en 25 onzas españolas. En su huida se cortó el cabello y se vistió de hombre para salvar su vida. Sin zapatos y con los pies maltratados llegó a La Vega en busca del jefe del cantón que tenía oído era “buena persona y muy humanitario”. Se trataba de Gregorio Luperón, quien al conocer su situación la envió a Moca donde Basilio Vásquez, padre de Horacio y Leonte. Al despedirse de Luperón le pidió el favor de traer sus hijos de la capital donde estaban al cuidado de amigos. El general Luperón personalmente los entregó a doña Eneria y con posterioridad la joven Ana Luisa Tavárez Frías se convirtió en su esposa.

El intento de expulsión de cubanos y puertorriqueños residentes en Puerto Plata por parte del gobierno del presidente Ignacio María González contó con la oposición frontal de Luperón, quien, junto con la Liga de la Paz, fue abierto defensor de los exilados antillanos. González recelaba, además, de su popularidad e influencia.

Ese 23 de enero, memorable en la historia de la ciudad, cambió por unos días el ritmo de la vida del pueblo, la mayoría de las personas que se encontraban en la calle se dirigieron a la casa del general Luperón que había sido rodeada para apresarlo. A pesar de la intervención de diversos mediadores civiles y del cuerpo diplomático este sostenía que solo saldría de su casa muerto jamás preso. La situación era muy tensa llegando al extremo de llevar un cañón de la fortaleza y colocarlo apuntando a la casa del general. Los diferentes representantes consulares de la ciudad puerto le ofrecieron asilo a él y a su familia, lo cual no fue aceptado.

Al ver que la situación se prolongaba, doña Eneria, hábilmente, envió con un muchacho de toda su confianza, un mensaje escrito en pedazos de tela y escondidos en los ruedos y bragueta del mensajero para solicitar ayuda a Don Máximo Grullón y otros santiagueros ilustres, lo que motivó la actuación de estos munícipes. El 28 de enero, Manuel de Jesús de Peña, presidente de la Liga de la Paz, informaba al consistorio de Puerto Plata que en sesión extraordinaria la Liga suscribió el “Acta de Acusación” del pueblo santiaguero que solicitaba enjuiciar al presidente de la República.

El 1 de febrero 1876 el Ayuntamiento de Puerto Plata, respondió con la “Protesta del pueblo de Puerto Plata”, que se adhería al Acta de Acusación de Santiago y además solicitaba la destitución del gobernador Ortega responsable de los hechos violentos. El documento estaba respaldado por cientos de firmas de ciudadanos, con otro detalle que completaba la originalidad del movimiento, la firma de una mujer: Victoria Batista, sin más referencias o comentarios que pudieran identificarla. Una firma que evidencia en un tiempo donde se asignaba a la mujer un rol del cuidado del hogar bajo la tutela del marido, también su preocupación y participación política en los acontecimientos nacionales un rol que la historiografía dominicana está en mora de rescatar.

La adhesión a las protestas fue generalizada y rápidamente se extendió por el resto del país. El repudio ante la arbitrariedad y el intento de violar la constitución y los derechos civiles de los ciudadanos convenció al presidente González de que debía renunciar ante una oposición generalizada impulsada por la voluntad popular.

Es evidente que durante el siglo XIX muchas mujeres tuvieron que enfrentar situaciones peligrosas y fijaron posición a pesar de los riesgos, pero lamentablemente tenemos pocos registros, eso nos hace pensar que estas no participaban en los acontecimientos políticos y sociales. Por eso es pertinente reconstruir, recogiendo líneas dispersas, historias que resalten estas protagonistas anónimas olvidadas por la memoria nacional y presentes como hemos tenido la oportunidad de ver en este acontecimiento, considerado por Eugenio María de Hostos “el único movimiento de doctrinas, única lucha de ideas que se ha sostenido en el país”.

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