Me alcanzó, trotaba con un sudor de ducha de verano. Nos saludamos por seña como si el aire no nos alcanzara para un ¿qué pasó?, o ¿cómo tú ta?

Todavía éramos siluetas antes del amanecer. Él siguió en la delantera, yo corría para la vida y por el placer de hacer uso de mis piernas. Pero él perseguía un título de boxeo que lo sacaría de la miseria.

Avanzó hasta convertirse en un punto del horizonte. Yo continuaba mis pasos, contemplaba el río que iba de orilla a orilla… hasta allá en el barranco ocre por donde se derrumbaba alguna piedra que perdió contra la erosión o contra los chivos sin ley.

Supe que se llamaba Félix cuando lo vi en el “gimnasio” sin techo de la playa, sin muros, sin puertas. Unos saltaban la cuica, algunos recogían una pelotica de goma que Bodega les tiraba por aquí y por allí para que se bajaran y ejercitaran el abdomen, otros hacían sombras cuando el sol se iba por detrás de la loma de la Otra Banda y, en el cuadrilátero, cuatro estacas unidas por un lazo, donde Félix se movía esquivando los derechazos del veloz Darío Hidalgo que también andaba cazando un título para salir de La Joya.

El público, con voces y gritos primarios y de gallera, o más bien prehistóricos, como si avistaran un mamut, quería ver sangre, pero aquello era solo un preámbulo a la cartelera que se armaba para coronar campeones, ganarse unos cuantos pesos y saberse héroes y dizque famosos.

Ninguno sabía que el mote era lo más importante. A Darío no le importó y se quedó siendo Darío. Ya con el Hidalgo le bastaba. Juan Pérez se mantuvo con su nariz de ñato prematuro. A lo más que llegaron fue a que se le reconociera como los llamaban por El Congo, Pueblo Nuevo, Simón Bolívar, Los Platanitos, Gurabito: El Sordito, El Saga. Algunos se agregaron un Kid que los transformó en “verdaderos aspirantes” tal y como resonaba desde el Norte. A Kid Carpín le siguió Kid Meneíto, cuya habilidad impedía que nadie le flojara un guantazo en la cara. Era el mismo Félix que yo solía cruzar cuando ambos éramos siluetas de la madrugada. Aparecieron más: Kid Cartón, Kid Puya, Kid Cacao, émulo de Kid Chocolate; Kid Caimán, Kid Manopla…

Meneíto, iluminado, pequeño y revejío, fuerte, casi sin cuello, mirada triste, piel ni muy oscura ni muy clara, con un pelo que lo podía hacer pasar por un pakistaní de los que llegaron, no se sabe cómo, desde las Guyanas del sur del continente.

Nadie se explica cómo construyó aquel cuerpo de puro músculo aunque algunos cuentan que vaciar camiones de sacos de arroz en la Avenida Valerio podía ser la clave, pero aún así, quedaba el misterio de la cuchara: qué comía y con qué frecuencia.

Las carteleras anunciaban nombres que metían miedo: El Acero, El Ciclón, La Avispa, El Punzón, Mano de Piedra, El Muerto, El Asesino del Ring, El Montro… muchos no eran más que nombres, caretas. Detrás de Meneíto no se escondía más de lo que todo el mundo sabía con la certeza, mezcla de pena y vergüenza, de adivinar su destino.

Bodega Aybar y su cuadra, Kid Meneíto por Mercader y Lucas Hernández y su cuadra.

El Hidalgo, que tenía los brazos más largos, un incierto mirar, como incierto era su bigote de chulo o de maipiolo, evitaba enfrentar al “enano”, que desde las sombras lo desafiaba pensando que con ello subiría un escalón más de aquella ilusión que era su guía y norte, pero también su pesadilla.

Nunca olvido, como después me lo contó, cuando ninguno corría ni se recordaba de los trotes mañaneros, la tarde que Bodega le anunció que pelearía con Hidalgo. Dejaría de ser la mona de práctica de Darío.

Cuando lo vio aquella tarde de noviembre con una sonrisa de medio lao, pelo planchao y más engomao que el de Nat King Cole, poloché cuello de tortuga y un palillo en la esquina izquierda de su sonrisa que opacaba el brillo de un diente de oro como el de Pedro Navaja y con un cuadre a lo Benny Moré, estaba seguro que lo nockiaría fácilmente en el tercer round.

El estadio estaba repleto, el público conocía bien las leyendas y la rivalidad de los dos muchachones.
Los tígueres del Simón Bolívar aprovecharon el himno para trepar la pared del leftfield y perderse en el público de los bleachers. Los policías, duros como estatuas de yeso, los miraban de reojo desde sus posiciones de Atención-que-viva-el-Jefe tratando de ubicarlos para luego echarlos fuera del estadio y a macanazo limpio. La vana búsqueda los devolvería a sus puestos de vigías y el público, molesto por las correrías y solidarios con los polizones, los abucheaban a todo pulmón.

Meneíto ganó y fue elevado en los hombros de la fanaticada en una fiesta que duró más que la pelea y que no cambió la tristeza del joven gladiador.

La rutina lo devolvió a cargar sacos en los mismos almacenes del bajo mundo santiagués. Sabía que llegaría a campeón y él se conformaba hasta con peso mosca.

Dario Hidalgo.

Golpeaba un sambá que Bodega hizo con un viejo saco de azúcar relleno de arena del Yaque y que colgaba de la mata de almendra al final de la Avenida Mirabal.

En una cartelera de intercambio amistoso con Puerto Rico, Meneíto fue seleccionado para la pelea inaugural. Por primera vez podría comer a sus anchas y así lo hizo, pero perdió su pelea por diarrea en el primer round. El árbitro la suspendió porque a cada puñetazo del adversario el Kid soltaba un chiguete amarillo y fétido resultado de un desayunazo de 13 huevos con tocineta enchumbá de grasa, jamón frito, tostadas con mermelada de fresa, tostadas con Nutela, jugos de todo tipo y de todos los colores.

Por años se perdió en Nueva York. Regresó a su Santiago, perdido, con barba de predicador sordo y prestamista cubiao. Bajaba la Calle El Sol y desaparecía al final, por el matadero.

No aprendió inglés y nunca fue a una olimpíada, me dijo, pero sí a usar la gorra con el pico pa’trás. Así la llevaba al sonar la campana de su último round cuando entró por la puerta 21-30-22 del Túnel del Tiempo.

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