En aquellos años felices en que el país se convertía en la Meca de miles de refugiados, no sólo repuntó la economía, no fue sólo una época de progreso material sino también espiritual, cultural, intelectual, literario. Una verdadera especie de renacimiento. La literatura y las artes plásticas florecieron como nunca habían florecido en el país. Los poetas cantaban a Trujillo, las poetisas cantaban a Trujillo, los estudiantes dedicaban a sus tesis a Trujillo. Todos querían a Trujillo. Todos se turnaban para mostrar su lealtad y su amor a Trujillo.
Uno de los poetas que con más acierto recogió el sentimiento de desamparo que embargaba a los capitaleños cuando, por cualquier motivo, el querido Jefe faltaba a su cotidiano paseo vespertino por el malecón, escribió alguna vez estas palabras desconsoladamente poéticas que nos hacían vibrar de pura emoción:

“Qué tristes son, que solas, las tardes sin Trujillo.”
Muchos autores dominicanos alcanzaron en esa época fama internacional, pero la figura más prominente de las letras dominicanas era mujer. Respondía al nombre de María Martínez. María Martínez de Trujillo, la amada esposa del querido Jefe, que hubiera sido también un fino escritor si se hubiese dispuesto a serlo y en cierta manera lo fue. De hecho, en el año de gracia de 1937 el querido Jefe dio a conocer un portentoso libro que llevaba su firma. Era un respetable volumen de 329 páginas, de esos que se paran solos, al decir de un prestigioso poeta contemporáneo. Tenía por título “Reajuste de la deuda externa” y desde el título anunciaba su importancia capital. Se trataba de un informe exquisitamente detallado y en el mejor estilo literario sobre asuntos jurídicos y legales. Un libro de pasmosa erudición que mostraba además el conocimiento del querido Jefe en torno a los más variados asuntos, incluyendo historia, economía, estadística. La obra colosal de un coloso, de un genio que concitó la envidia de muchos especialistas.

Sin embargo, y en honor a la verdad, desde el punto de vista literario las obras de María Martinez de Trujillo opacaban a las de todos sus contemporáneos.

Lo cierto es que cuando Doña María Martínez de Trujillo, nuestra venerada primera dama, empezó a escribir sus primeros ensayos nos dejó a todos con la boca abierta. La ilustre primera dama era una mujer culta, aficionada a la lectura y de una moral intachable, por supuesto, pero nada hacía sospechar que tenía semejante talento literario y tanto dominio de la filosofía. Semana tras semanas comenzaron de repente a aparecer en el prestigioso vespertino “La Nación” sus memorables y amenos escritos con el título de “Meditaciones morales”. Era cada uno mejor que que el otro y concitaron de inmediato la más espontánea admiración. La primera dama se conocía al dedillo a los grandes pensadores clásicos y en cada entrega entablaba con alguno de ellos una especie de diálogo crítico. Nada humano le era ajeno, ningún conocimiento escapaba a su dominio. Disertaba magistralmente sobre uno u otro tema. El éxito fue tan abrumador que la primera dama se vio prácticamente compelida a recoger sus ensayos en un volumen que sería publicado en 1948 y que la lanzaría a la fama continental. Tanto así que sería prontamente traducido al inglés en 1954 por la editora newyorquina Caribbean Library con el título de “Moral Meditations”. Una soberbia traducción de René Rasforter.

Además, desde que el doctor Joaquín Balaguer —que a la sazón ocupaba el cargo de embajador en México—, tuvo conocimiento del proyecto, puso especial empeño en darlo a conocer a sus muchos amigos y conocidos escritores. Uno de ellos, el célebre José Vasconcelos, quedó virtualmente deslumbrado y se ofreció humildemente a escribir un prólogo que sería como el engarce de una piedra preciosa. Un prólogo que lo dice todo. Pero no es María Martinez la que se honra, sino el propio Vasconcelos. Es mucho más lo que dice de él que de la autora del libro.

PRÓLOGO

Continuando una noble tradición literaria de su país, la señora María Martínez de Trujillo presenta en estas páginas de “MEDITACIONES MORALES” fuerte y sana doctrina para uso de las madres dominicanas. Desde luego es obvio que será benéfica esa doctrina también para todas las madres del continente hispánico. Suele la madre cuidar con esmero la ropa, el abrigo y los alimentos del pequeñuelo; pero hay pocas madres capaces de prestar atención eficaz al ser de espíritu que en cada niño aparece y aguarda desamparado la guía de sus ancestros. El cuidado moral del niño se cumple entonces inspirándole el amor de la conducta recta, el conocimiento de los principios que norman la vida de la conciencia.

Doña María Martínez de Trujillo pone de su cosecha buenos y claros consejos para cada una de las circunstancias de la conducta y en seguida, con tino singular, reafirma sus apreciaciones en textos escogidos de la obra de las más grandes mentalidades contemporáneas. Eça de Queiroz en su aspecto poco conocido de moralista, Pi Margall, Ricardo León, Zola, Francisco de Castro, Constancio C. Vigil, el gran moralista uruguayo; Cicerón y autores infantiles menos famosos desfilan por el texto de la autora, dándole prestancia. El lector, por otra parte, se sorprende al descubrir el (!con- ciones?) de la señora de Trujillo con los textos ilustres que comenta.

En nuestro ambiente literario tan escaso de literatura infantil que no sea producto de traducciones, el libro de la señora Trujillo contribuye a llenar ese vacío y está llamado a perdurar como lectura escolar de la más firme calidad.

Su moral es valiente, no niega, proclama la necesidad que toda moral tiene de ser cristiana para ser valiosa y fecunda; y moral sin laicismo es la única que merece pasar a manos de los niños. La alta posición social de la autora en su patria, añade autoridad a sus juicios; pero el libro vale de por sí, para todo el que lo lea sin preguntar la posición de quien lo escribe.

Aparece además en tiempo muy oportuno, puesto que una de las exigencias del momento presente es que la mujer intervenga en la vida pública y no precisamente para actuar en ella, pero sí para defender, dentro de la política, los intereses del hogar. El hombre abandona pronto la casa; la índole de sus tareas lo llevan a menudo, tan lejos, que la infancia se le vuelve un dulce sueño y nada más. Cuando le llega la hora de formar hogar propio el hombre cree cumplir si da atención económica y cariño, pero absorbido como está por las luchas de afuera, tiende a olvidar los deberes de mentor de los hijos. En cambio la mujer, más reconcentrada en la vida privada, tiene siempre delante la imagen del hogar ideal y la visión de los riesgos que lo amenazan desde el exterior.

El error del feminismo consistió en movilizar a la mujer para llevarla a competir con el hombre. aun en terrenos en que todas las ventajas estaban en su contra. El esfuerzo resultó infructuoso y dejó rencor y disgusto en hombres y mujeres. El feminismo moderno es muy distinto: no quiere mujeres como hombres, sino mujeres cabales. Y puesto que, tan mal lo hemos hecho los hombres, en las últimas décadas, por lo que hace a la administración de los asuntos públicos, es natural que la mujer sienta la obligación de venir a salvar lo que nosotros estamos dejando perecer: la riqueza de sentimientos del niño, riqueza de cuyo aprovechamiento dependen la paz y el futuro del mundo.

La mujer, en su gran mayoría, ha sabido mantenerse limpia y extraña a las corrupciones del tiempo, y se presenta ahora a las urnas, no precisamente para disputar el cargo de representante o de jefe, sino para exigir que sean bien escogidos los representantes y los jefes. La mujer como autora, y este es el caso de la señora de Trujillo, ya no se presenta incitando pasiones que no han menester de estímulo, sino recordando al niño y al hombre las exigencias del patriotismo, que tienen por base la intención y la fuerza de almas educadas en la austeridad y la rectitud. Gracias al esfuerzo de estas almas de selección, la sociedad no acaba, deshecha en la guerra sin cuartel, o hundida en las viciosas sensualidades de la decadencia.
José Vasconcelos.

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