Nadie puede imaginar cómo me sentía yo contemplando desde las páginas de Nuestra señora de París aquel ambiente tan sórdido y tenebroso adonde me había conducido, como quien dice de la mano, el gran Víctor Hugo en compañía de Pierre Gringoire. Era un lugar tan intrincado y peligroso que ni los mismos habitantes estaban allí seguros, y se perdían incluso de vez en cuando en su propio laberinto. Ningún extraño entraba, a menos que no fuera por equivocación o por la fuerza. Hasta los albañiles que por casualidad o demagogia eran designados para construir o reparar cualquier obra eran asesinados sin piedad. Además, todo olía peor que en Dinamarca.
No es que el espectáculo que ofrecía la corte de los milagros fuera tan degradante como el de la cámara de diputados o senadores, o cualquier otra institución de cualquier país moderno como el nuestro. En ese barril sin fondo se pierde el patrimonio de países enteros sin posibilidad de recuperarlo, y el ejercicio de la justicia es pura ficción. Hasta los magistrados, que por casualidad o demagogia son designados para encarar la corrupción, corren el riesgo de ser asesinados y el olor a podrido no es mejor que en Dinamarca.
La situación de Gringoire era, desde luego, crítica, pero no desesperada. Sus jueces y verdugos lo querían ahorcar, pero no le tenían inquina ni albergaban algún tipo de mala fe o resentimiento contra su persona, como sucede en todas partes con los juicios de la justicia ordinaria. Incluso le ofrecían una salida que Gringoire no dejó de aprovechar: convertirse en truhán, en uno de ellos.
“—Oye —dijo Clopin a Gringoire, pasándose la callosa mano por la disforme barba—: no veo por qué razón no te hemos de ahorcar. Verdad es que la cosa no parece ser de tu gusto, y es natural, porque vosotros la gente decente, no estáis acostumbrados a ello, y os lo imagináis como una gran cosa. Al fin y al cabo, maldita la tirria que te tenemos, y en prueba de ello, vamos a darte un medio para salir del paso. ¿Quieres ser de los nuestros?
“Fácil es conocer el efecto que produciría esta proposición en Gringoire, que sentía írsele escapando la vida, y que empezaba ya a perder toda esperanza. Se agarró a ella con toda energía.
“—Seguramente que quiero —dijo.
“—¿Consientes —repuso Clopin—, en alistarte en la compañía de la Llamita?
“—De la Llamita precisamente
—respondió Gringoire.
“—Has de observar —repuso el rey—, que no por eso dejarás de ser ahorcado.
“—¡Cáspita! -dijo el poeta.
“—Solamente —continuó imperturbable Clopin—, serás ahorcado más adelante, con más ceremonia, a costa de la buena ciudad de París, en una horca de piedra y por gente honrada. Siempre es un consuelo”.
Gringoire vio en ese momento el cielo abierto y empezó a sentirse tranquilo, pero para ser aceptado como ciudadano de la corte de los milagros había que cumplir con otros requisitos, pasar una prueba muy difícil: registrar un maniquí sin hacer sonar los cascabeles ni campanillas que tenía adheridos. Algo así cómo robar gallinas y esconder las plumas al mismo tiempo sin que se produjera el más mínimo cacareo:
“Serenóse en fin monseñor Clopin.
“—Canalla —dijo a nuestro poeta—. ¿Con que quieres ser truhán?
“—Sin duda -respondió el poeta.
“—Es que no basta querer —dijo el severo Clopin—; los buenos deseos no añaden una cebolla en el puchero, y no sirven más que para ir al cielo; y el cielo es una cosa y el hampa es otra. Para ser recibido en el hampa, es preciso que pruebes que eres útil para algo y para eso, es necesario que registres el maniquí.
“—Registraré —dijo Gringoire—, todo lo que queráis.
“Hizo Clopin una señal: salieron del círculo algunos hampones, y volvieron un momento después trayendo dos vigas terminadas en su extremidad inferior por dos espátulas de madera con que podían sostenerse en el suelo. Adoptaron a las extremidades superiores de ambas vigas un madero transversal, con lo que formaron una horca portátil sumamente cuca, que Gringoire tuvo la satisfacción de ver armada en una santiamén, y a la que no faltaba adminículo alguno, ni aún la cuerda que se mecía con suma gracia debajo del travesaño.
“—¿Adónde irán a parar? —dijo para sí Gringoire con alguna inquietud cuando puso fin a su agonía un ruido de campanillas que oyó en el instante mismo, producido por un maniquí que suspendieron los hampones por el escuezo a la cuerda, especie de espantajo, vestido de colorado y tan cubierto de cascabeles y campanillas que hubiera bastado con ellas para enjaezar treinta mulas castellanas. Aquellas mil campanillas sonaron un buen rato con las oscilaciones de la cuerda, fueron luego callando poco a poco, y callaron por fin cuando quedó inmóvil el maniquí por aquella ley del péndulo que ha destronado a la clepsidra y al reloj de la arena”.
Hay que destacar que, como se verá más adelante, las leyes en la corte de los milagros tienen un carácter didáctico, educativo, práctico, espartano. Preparan de muchas maneras a los ciudadanos, los curten, los endurecen, los someten a las más recias disciplinas para que sean capaces de afrontar las más duras pruebas en los peores trances de la vida.
“—Mira, hermano —le dijo—, charlas demasiado. Oye en dos palabras de lo que se trata; vas a empinarte sobre el pie izquierdo, como te iba diciendo; de este modo alcanzarás hasta el bolsillo del maniquí; le registrarás; sacarás de él una bolsa que contiene, y si logras sin hacer sonar una sola campanilla, venciste: serás hampón. Ya no tendremos que hacer más que derrengarte a palos durante ocho días.
“—¡Vientre de Dios, él me libre!
—dijo Gringoire—. ¿Y si hago sonar las campanillas?
“—Entonces serás ahorcado.
¿Entiendes?
“—Ni jota —dijo Gringoire.
“—Pues oye. Vas a registrar el maniquí y sacarle la bolsa; y si en esa operación mueves una sola campanilla, serás ahorcado. ¿Lo entiendes?
“—Bueno –
—dijo Gringoire—. ¿Y luego?
“—Si sacas la bolsa sin que se oigan las campanillas, eres hampón y te derrengaremos a palos durante ocho días. ¿Entiendes ahora?
“—No señor; maldito si entiendo ¿Pues dónde está lo que gano? Ahorcado en un caso, derrengado a palos en otro…
“—¿Y el ser hampón? —repuso Clopin—, y el ser hampón, ¿lo cuentas por nada? Te apalearemos por tu bien, para acostumbrarte a los porrazos”.
Imaginemos ahora por un momento, sólo por un momento, el beneficio que reportaría a nuestros países si los miembros de las cámaras y los ministros y demás funcionarios del gobierno tuvieran que pasar por una prueba y un castigo semejantes para convertirse en truhanes y ejercer la carrera legalmente.