Con el paso de los años fue aumentando la presencia femenina en la isla Española, especialmente en la ciudad de Santo Domingo donde fue necesario tener espacios de protección y control para muchas de las mujeres, fueran estas niñas, doncellas, viudas o casadas. El espacio ideal de acuerdo con la mentalidad, la sociedad y la economía de la época, eran los conventos, ya que el modelo de vida conventual y el esquema organizativo de las órdenes femeninas se adaptaba y respondía perfectamente a las necesidades del momento. Por eso no es de extrañar que vecinos solicitaran licencia para instalar conventos de monjas en Santo Domingo.
El primer convento en instalarse fue el convento de Santa Clara (1552), de la orden femenina de los franciscanos. Este convento inicio con diez clarisas traídas de España y dieciséis jóvenes que vivían en la isla. El segundo convento en dar licencia fue el de Santa Catalina de Siena (1556), de la orden femenina de los dominicos. En sus inicios estuvo compuesto por seis monjas andaluzas. Ambos conventos eran de clausura y vida contemplativa; y fueron las primeras ordenes religiosas femeninas en llegar a América.
La iglesia del convento de Santa Catalina de Siena se dedicó a Regina Angelorum de ahí que se le conociera como el “convento de Regina”.
Todo inicio en 1556, cuando unos vecinos de la ciudad de Santo Domingo compuesto por el caballero hijodalgo Diego de Guzmán, el contador Álvaro Caballero Serrano, el factor Juan del Junco, Juan Fernández y don Cristóbal Colón y Toledo, solicitaron licencia al emperador Carlos V y al Provincial de la Orden, para fundar un convento de monjas de la Orden de Santo Domingo pues “deseamos que haya de esta orden monasterio de monjas en esta ciudad, pues tantas doncellas y viudas en ella, y cada día nacen, que combiniese que se funde”. Asimismo, otros vecinos, entre ellos Alonso de Villasirga, escribano del cabildo y maestro de gramática en el Colegio de Gorjón, aprobaron y enviaron carta en favor de la fundación de dominicas.
Inmediatamente obtuvieron la licencia, se seleccionaron seis monjas de la provincia Bética de la Orden de Predicadores para que fueran a fundar el convento. El viaje en sí mismo era una empresa costosa económicamente que incluía licencia de embarque, el costo del pasaje y conseguir el “matalotaje” o provisiones necesarias para los días en altamar como bebida y comida, como la ropa y los utensilios de cocina. Además, era una travesía difícil y peligrosa especialmente para las mujeres incluyendo las monjas. El dinero para el viaje de las monjas se obtuvo de limosnas y donaciones que hicieron familias distinguidas de la ciudad de Santo Domingo.
Al fin las tan esperadas monjas llegaron a la isla en diciembre de 1560. La sede estaba asegurada, pues doña María de Arana viuda de Diego Solano, un importante hacendado de la isla, tenía “un dote de unas casas particulares labradas muy a propósito de monasterio”, para ingresar en el convento. Además, la dote incluía “una estancia con seis esclavos negros y mucho ganado de vacas y cabrío en la rivera del rio del Soco”.
En “las casas se fundó el convento e iglesia” y como agradecimiento las monjas le donaron “la capilla mayor de la iglesia del convento, para entierro de ella, sus herederos y sucesores”.
Como todos los conventos dominicos, las monjas estaban sujetas a la priora quien a su vez recibía órdenes del vicario de la provincia de Santa Cruz de Las Indias, que era fray Agustín de Campusano, prior del convento de Puerto Rico, quien vio con muy buenos ojos la fundación del convento.
Eran tiempos muy hostiles para la mujer y el convento era el lugar más seguro, por lo cual tomar los hábitos no siempre fue una vocación, pues muchas veces fue una imposición. Allí se enviaban a huérfanas, jovencitas, viudas y esposas inconformes o que querían escapar del maltrato. Era una alternativa al matrimonio en caso de no poder casarse por falta de marido o de dote, ya que era más rentable la dote para entrar al convento que la dote para el matrimonio y en el caso de varias hijas, esto era un verdadero problema para algunas familias. Además, era un lugar para escapar del yugo masculino sea del padre, hijo, tío, hermano o esposo; y una manera de aislar a las jóvenes y convertirlas en “buenas esposas” para que así el padre pudiera pactar un buen matrimonio que le beneficiaria a él y a la familia. También ingresaban a viudas ricas, para evitar un nuevo matrimonio y así heredar todo. Incluso para algunas era la oportunidad para estudiar y realizarse intelectualmente.
La inserción al convento implicaba normalmente una dote que otorgaba la familia por eso la mayoría de las monjas provenían de familias acaudaladas, incluso muchas ingresaban con su esclava o criada. También se aceptaron algunas sin dotes, pero estas tenían otro nivel dentro del convento. La dote era esencial pues los conventos dependían de ella, de la renta de tierras que se adquirían por donación o dote, así como de las limosnas.
En 1572 había 23 monjas en el convento y una de ellas era sor Leonor de Ovando, considerada la primera poetisa del Nuevo Mundo. Nació en Santo Domingo de padres extremeños y fue ingresada con una dote al convento, donde llegó a ser priora. Sin embargo, comenzaba a presentar problemas económicos ya que la isla comienza a entrar en decadencia En 1584, había 36 monjas con “sus sirvientas y criadas”, pero con mucha precariedad pues el convento “no tiene renta ya, a causa de haberse gastado las dotes de las monjas no se sustenta ya sino de limosna”. El asunto se agravó con la invasión de Francis Drake en 1586, pues las monjas debieron abandonar su clausura y “como mujeres, salieron huyendo de él y anduvieron por los campos llevando solo la ropa que vestían”. Huyeron hacia el interior de la isla como casi toda la población de Santo Domingo.
Al dejar solo el convento los ingleses “robaron, saquearon y quemaron el dicho convento de monjas y se llevaron toda la sacristía y aderezos y ornamentos de la dicha iglesia, así como toda la ropa de las monjas”. Al regresar no tenían donde dormir ni como sustentarse y “fue preciso que se distribuyeran en las casas de parientes y vecinos honrados, donde por un tiempo las protegieron y alimentaron”. Vivieron de la caridad durante varios años y apenas pudieron concluir su iglesia en 1722 “con las dotes que llevaban las novicias y con limosnas que enviaban de México”. Pero en 1795, con el traspaso de la colonia a Francia, las monjas se ven obligadas a abandonar el convento.
El convento estuvo abandonado durante 63 años hasta que el padre Francisco Xavier Billini, en 1858, tomó la iglesia, la restauró y fundó allí el colegio de San Luis Gonzaga en 1866. Con el tiempo varias órdenes religiosas se han ocupado de la iglesia y desde finales del siglo XX, la iglesia y el convento son regidos por la casa de la Soberana Orden Hospitalaria y Militar de San Juan de Jerusalén, Rodas y Malta, donde tienen su sede.