La bestia estaba de buen humor en esa época. Había superado el ántrax y la septicemia y había viajado a la patria de sus amos para firmar el tratado más importante de la bolita del mundo y a su regreso había encerrado en la cárcel a un cancerbero que hasta la fecha había sido uno de sus más fieles y cercanos colaboradores, lo había hecho acusar públicamente de un crimen horrendo que él mismo había ordenado y había convertido el país en un circo mediático donde las mismas fieras que estaban a su servicio eran objeto de escarnio. Con su buen humor específicamente macabro y retorcido, nombraba y metía en la cárcel alternativamente a los más encopetados y confiados servidores de su régimen, hacía y deshacía a su antojo todo lo que le daba la gana y se afianzaba cada día más en el poder. Además le había cogido el gusto a los viajes y viajaba por motivos de estado, por motivo de negocios, por motivos de salud, por cualquier motivo. Durante un crucero de placer encontraría amigos afables entre los banqueros y especuladores de Wall Street e incluso entre los miembros de la realeza británica. De hecho, visitó en la isla de Nasáu al Duque de Windsor y se reunió eventualmente en Cabo Haitiano con el presidente Elie Lescot. En esos días felices su inseparable compañero de viajes era el Coronel McLaughlin, un oficial que había venido al país en 1916 con las tropas de ocupación y se había quedado al servicio de la familia de la bestia y al servicio más o menos disimulado del imperio. Un colaborador y un informante del más alto nivel.
Lo que más divertía a la bestia era el juego del gato y el ratón, la acusación, la farsa jurídica que tenía como epicentro al general José Estrella en el proceso por el asesinato de Martínez Reyna. La bestia tiraba y aflojaba los hilos como un hábil titiritero porque sabía hasta dónde se podía llegar sin que las cosas se salieran de control. La acusación fue, en efecto, al poco tiempo desestimada porque supuestamente había pasado el plazo previsto por la ley o porque a ninguna autoridad le interesaba llevar el proceso más allá del mínimo necesario. José Estrella seguiría preso provisionalmente porque había sido condenado a veinte años por la muerte del fotógrafo José Roca. En cambio su sobrino Rafael Estrella Ureña fue puesto en libertad y se apresuró o lo apresuraron a mandarle un telegrama de agradecimiento a la bestia, que se encontraba en Nueva York.
Pero en cuanto la bestia regresó, la medida empezó a ser cuestionada, empezaron a descubrirse (por órdenes de la bestia) ciertas inadmisibles irregularidades o más bien complicidades concernientes a la administración de la justicia en el sonado proceso y al decoro de honorables funcionarios
Muy pronto la bestia volvería a ejercer su macabro sentido del humor, pondría de nuevo a girar la rueda de la fortuna y uno de los más devotos e insospechados servidores se sacaría el premio mayor: caería de su estado de gracia, la gracia de la bestia, e iría a parar a la cárcel sin apenas tener tiempo de reponerse del susto, del desagradable y repentino remeneón a que estaban expuestos todos los cortesanos.
Esta vez le tocó el turno al inefable Mario Fermín Cabral, el hombre que decía o que dicen que decía: “Trujillo es como el sándalo que perfuma el hacha que lo hiere”. Había dedicado sus mejores años al servicio de la bestia, a la alabanza, a la adulación desembozada y desvergonzada y al endiosamiento de la bestia. Se había ganado, sin duda, el aprecio y el desprecio que la bestia dispensaba intermitentemente a sus más arrastrados servidores.
Fermín Cabral —nieto del abominable presidente Buenaventura Báez—, había formado parte del grupo de conspiradores que apoyaron a la bestia para derrocar a Horacio Vázquez y entronizarse en el poder. Por sus buenos servicios sería premiado con una larga senaduría y otros cargos de importancia. Como legislador se distinguió por una de las más luminosas iniciativas del momento: la de ser autor del proyecto de ley mediante el cual se cambió de nombre a la ciudad de Santo Domingo por el de Ciudad Trujillo, el nombre de “su reconstructor insigne”. Hay que anotar, sin embargo, que al decir de un gran escritor de cuyo nombre no quiero acordarme, más que la bestia era la ciudad la que se honraba con su nombre.
No había, pues, motivo ni razón para sospechar que la cabeza de Fermín Cabral estuviese a punto de rodar. Había sido gobernador de Santiago durante nueve meses, en sustitución de José Estrella y se había desempeñado como el manso, el dócil, el habitual complaciente cortesano que solía ser. Pero la bestia tenía planes para él.
Crassweller cuenta que la noche del 10 de junio de 1941 Trujillo asistió a una pomposa fiesta en la ciudad de Santiago de los Caballeros, y que todos los invitados se divertían o fingían divertirse a sus anchas, con el nerviosismo que nadie dejaba de sentir en su presencia. La fiesta duró hasta el amanecer, hasta que Trujillo quiso que durara porque nadie podía abandonar el lugar antes que él ni dar muestras de alivio o regocijo cuando se fuera.
En algún momento la bestia propuso un brindis con su bebida favorita, un brindis con Carlos I que nadie podía rechazar. Se puso de pie —dice Crassweller— con evidente ánimo festivo y brindó por el gobernador vitalicio de la provincia de Santiago, brindó por su fiel amigo Mario Fermín Cabral y parecía sincero al brindar.
Fermín Cabral empezaría a levitar metafóricamente, se sentiría liviano, aéreo mientras flotaba o le parecía flotar ingrávido en el éter, embargado por una inmensa felicidad. Había recibido la bendición de la bestia y se sentía puro como un ángel.
Al poco rato, cuando estaba saliendo del lugar, se le acercó un pundonoroso oficial del ejército y le dijo cortésmente —quizás en el tono más educado y afectuoso posible— que tenía órdenes de llevarlo a la cárcel, a la cárcel precisamente, en la grata compañía del coronel Veras Fernández .
La bestia volvió a salir de viaje no mucho tiempo después y se desentendió del asunto. Lo dejó en manos de la justicia. Contra el Coronel Veras Fernández y contra su gran amigo, el gobernador vitalicio de Santiago de los Caballeros, se formularon graves acusaciones.
HISTORIA CRIMINAL DEL TRUJILLATO [59]
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Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.