Ramfis tenía ya treinta años y no había mostrado ningún talento y ningún tipo de iniciativa o interés personal en asuntos de Estado. Seguía dedicado a tiempo completo a las mujeres, a las juergas y a los deportes.

Como de costumbre, no le prestaba atención al trabajo, a los pocos deberes que le exigía su privilegiado estatus social y militar, lo tomaba más bien como si fuera un pasatiempo, como lo que era.

Cualquier hora de la noche o del día era buena para organizar una fiesta y dedicarle varias horas a la bebida. Generalmente asistía un par de horas, en cumplimiento de sus labores, a su oficina de la base de San Isidro, entre las diez y las doce de la mañana y se iba con sus amigos a Boca Chica o su a su finca de Hainamosa. También tenia una oficina en el Palacio Nacional que casi nunca frecuentaba.

En el país, y sobre todo cuando viajaba al extranjero, estaba siempre acompañado de un grupo de amigos de infancia que no siempre la pasaban bien en su compañía. Se congregaban —como dice Crassweller—, a su alrededor, formando una corte sumisa y gozaban de una vida regalada, suntuosa, pero pagaban un precio humillante. Ramfis disfrutaba haciéndoles bromas pesadas, cuando no les ponía duros castigos o ultrajaba su dignidad. Igual que el padre y su tío Negro, cortejaba a sus esposas y las llevaba a la cama. Sentía un extraño placer morboso en hacer sufrir en silencio la peor vejacion, la peor afrenta a sus supuestos amigos. Sus amigos de infancia. Uno que se le opuso tercamente recibió una golpiza, le afeitaron el pelo y las cejas, y cayó para siempre en desgracia

El desinterés de Ramfis por la política terminó cuando se produjo la invasión de Constanza, Maimón y Estero Hondo en el mes de junio de 1959. La repatriación armada, como se le llamó poéticamente al glorioso y trágico acontecimiento. Eso sí le interesaría, en ese asunto sí que tomaría parte activa el hijo de la bestia. El bestial hijo de la bestia.

Fue Ramfis Trujillo Martínez, el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, quien dirigió los bombardeos contra los guerrilleros y el mayor entusiasta en la planificación de la tortura y ejecución de los prisioneros. Junto a él estaba Trujillo, por supuesto, y estaba el demoníaco Johnny Abbes, pero es probable que el mismo Trujillo no hubiera actuado con tanta saña, que hubiera preservado un mayor número de supervivientes con el propósito de mostrarlos como trofeos ante la opinión pública y hacer gala de magnanimidad. Lo cierto es que de unos doscientos veinticinco guerrilleros apenas cuatros sobrevivirían: dos cubanos y dos dominicanos.

Los que quedaron vivos, de los cincuenta y pico que llegaron en avión por Constanza, fueron enviados en un bimotor a la base aérea de San Isidro en condiciones precarias. Algunos estaban heridos y habían recibido golpizas, tandas de culatazos e insultos, y fueron amarrados de pies y manos y arrojados al piso, tratados como de modo indigno. Pero todo esto no era más que el preámbulo.

Al llegar a la base, apenas se abrieron las puertas de la aeronave les cayeron a patadas y golpes de fusil y sin quitarle los amarres los arrojaron al pavimento desde una altura considerable, con menos consideración que a un paquete de periódicos. Como si fueran fardos. Pero la muerte no fue rápida para ellos ni para los demás, para ninguno de los que no tuvo la suerte de caer en combate. Casi todos serían torturados a ritmo lento y Ramfis participaría junto a Johnny Abbes como torturador. Participarían también, de buena o mala gana, muchos oficiales de San Isidro. Los débiles, los que vacilaban, los que enfermaban y a veces vomitaban, eran castigados de mala manera por sus propios compañeros de armas, pero la masacre nunca se detuvo.

De otros lugares del país empezaron por igual a llegar prisioneros a la base, amarrados y apiñados muchas veces en baúles de automóviles, y sufrieron la misma muerte que los de Constanza. Además, aparte de los guerrilleros también fueron apresadas y torturadas numerosas personas vinculadas al movimiento guerrillero o simplemente sospechosas. Muchos fueron a parar a los centros más afamados de tortura que había en Ciudad Trujillo y sufrieron horrores. Una foto del expedicionario José Mesón Acosta en sus últimos momentos de vida (mientras era torturado en la silla eléctrica), constituye el más terrorífico ejemplo.

Lo que se cuenta de esos episodios es algo que envenena y pudre el alma y no todos los que participaron quedarían impunes, algunos quedarían traumatizados, algunos se suicidarían años después. No se repusieron jamás, incluido el propio Ramfis.

La invasión reavivó en él un instinto salvaje, casi como si se hubiera encontrado a sí mismo. Esta vez Ramfis revelaría la faceta más oscura y tenebrosa de su personalidad, se sumergiría en una orgía, una borrachera de sangre, su crueldad tocaría fondo. Esta vez se excedería en su arrogancia, en el irrespeto por la vida. Actuaba como si estuviera poseído, borracho, como se ha dicho, literalmente borracho de sangre.

Según lo que dice Crassweller, Ramfis odiaba o quizás despreciaba a Johnny Abbes y a los hombres de su clase, los que formaban parte del anillo de acero que rodeaba a la bestia. Ahora, sin embargo, se había convertido en uno de ellos, pertenecía por derecho propio al círculo nefasto.

Pero sus crímenes dejaron al parecer una huella profunda, agudizaron sus conflictos latentes. Ramfis podría haber quedado perturbado profundamente, se hicieron más notorios sus problemas emocionales, su permanente inestabilidad emocional. La prueba es que más adelante se vería obligado a recibir tratamiento siquiátrico en una clínica suiza o quizás belga donde recibiría terapia electroconvulsiva, una terapia que se utiliza para el manejo de pacientes con enfermedades mentales graves como la depresión y la esquizofrenia.

Dice Crassweller que su comportamiento se volvió cada vez más problemático. De hecho estaba cada día más inestable y errático, y las malas relaciones con su padre se hicieron peores. Extrañamente, Crassweller afirma que más de una vez rechazó los excesos de los últimos años de la vida de Trujillo, y más de una vez abandonó el país para alejarse de él. De lo que no podía alejarse era de sus propios fantasmas, de la confusión y conflictos internos que ensombrecían su vida, de su mala conciencia.

Su verdadero refugio eran los brazos de Lita Milán, una bella artista estadounidense de origen húngaro que había comprado en Holliwood y se había traído al país. En general las mujeres entraban y salían continuamente de la vida de Ramfis, pero Lita Milán lo amarró, lo domesticó, y en 1960 Ramfis se divorció de Octavia Ricart, de la cual tenía varios años separado, y se casó con ella. Tuvieron hijos, se mudaron a la casa de Ramfis en Boca Chica. Lita era sensual, era bonita, era caprichosa y Ramfis parecía quererla ciegamente, la complacía en todo. Incluso, se trajo desde San Isidro a su casa una serie de documentos sensibles en los que estaba trabajando para pasar más tiempo con ella. El instinto criminal del bestezuelo se había aplacado, pero sólo temporalmente.

(Historia criminal del trujillato [161])

Bibliografía:

Robert D. Crassweller, «The life and times of a caribbean dictator». l

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