P. José Miguel Genao Núñez, CMF
Doctorando en Filosofía
La Navidad es sin lugar a duda, uno de los momentos más alegres y fraternos de nuestro pueblo. Tiempo donde convergen la alegría y la nostalgia, la risa y el llanto, lo cómico y lo lúgubre. Es una fiesta que ha traspasado las fronteras de lo religioso y se ha unido al ámbito de lo cultural.
Existen diversas teorías acerca del origen de la Navidad y del nacimiento de Jesús el 25 de diciembre. No se conoce la fecha exacta del nacimiento de Jesucristo, pero es seguro que vino al mundo entre finales del reinado de Herodes el Grande, rey de Judea, y la muerte de éste, acaecida en lo que hoy designamos el año 4 a.C. Lo importante aquí no es la fecha en sí misma, sino el acontecimiento. Se celebra que Dios se ha hecho humano y que su presencia en el mundo es motivo de alegría y paz para todos.
En el ámbito religioso y teológico, la Navidad es el acontecimiento por el cual Dios se ha hecho carne, es decir, donde lo humano y lo divino se funden. Normalmente, el misterio de la Encarnación se suele entender como el misterio de la divinización del hombre, en cuanto que en ese misterio se nos viene a decir que un hombre (Jesús de Nazaret) llegó a ser hijo de Dios. Pero como recuerda el teólogo español José María Castillo, lo que no se suele decir normalmente es que el misterio de la Encarnación es el misterio de la humanización de Dios. Decir que en la Navidad Dios se ha humanizado estamos afirmando que nuestra fe está puesta en un Dios, que, por su puesto, conserva su personalidad y su alteridad, es un Dios que no está oculto en un lugar llamado cielo, paraíso, sino, más bien es un Dios que se hace historia y que comparte nuestra alegría y nuestras penas, nuestros fracasos y nuestros éxitos. Dios está cerca de ti, donde tú estás, con tal de que te abras a su Misterio. El Dios inaccesible se ha hecho humano y su cercanía misteriosa nos envuelve. En cada uno de nosotros puede nacer Dios.
En su obra “Espiritualidad para insatisfechos” el teólogo José María Castillo recuerda que “si Dios se humanizó, eso quiere decir que Dios se secularizó”. Esta idea hace vivir más hondamente la fiesta de la Navidad, pues encontramos a Dios y tenemos experiencia de él no sólo en los actos culturales, sino también, en lo secular, en lo verdaderamente humano.
Celebrar la Navidad, por tanto, tiene implicaciones para la vida y las relaciones humanas. Celebrar la Navidad implica vivir la espiritualidad de la alegría, es decir, organizar la vida de manera que, en el ambiente en el que viva y entre las personas con quienes conviva, haga todo lo que esté a tu alcance para que los demás se sientan bien, vivan en paz, y sobre todo una vida con sentido.
Celebrar la Navidad es abrirle paso a la solidaridad y a la fraternidad, es un compromiso arduo y serio de aliviar el sufrimiento en el mundo que nos rodea. El Dios de nuestra Navidad no es sólo aquel omnipotente y poderoso, es también aquel que se hace niño, que se hace débil, que necesita del otro.
Por tanto, no puede haber una auténtica Navidad si en nosotros no hay un compromiso con los más desposeídos de este mundo. En las fiestas de Navidad el consumismo exacerbado ha llegado a su máxima expresión, y ha dado espacio para que unos sean cada vez más ricos y otros cada vez más pobres. Hay una auténtica Navidad si en la vida se han gestado cambios de actitudes. Se trata de mirar la realidad como Dios la mira.
Si en Navidad Dios se ha humanizado y se ha solidarizado con el mundo, eso significa que hay espacio para la esperanza y la utopía. En su artículo “Hacia una vida religiosa en esperanza y esperanzadora, un itinerario espiritual”, decía Maricarmen Bracamonte que “caminar en la esperanza, es un camino espiritual.
La esperanza nos ubica al ritmo del espíritu en el ámbito de la empatía, la solidaridad y la compasión.
Mantener la esperanza implica abrirse a lo inesperado, a la sorpresa de la novedad que adviene y abre un futuro”. En este sentido la esperanza está estrechamente relacionada con el futuro, con lo que aún no es, pero que intuye porque se gesta en el presente. El fundamento de la esperanza está estrechamente vinculado a las convicciones que mueven la espera.
El papa Francisco en su carta a monseñor Rino Fisichella presidente del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización con motivo del Jubileo del 2025 afirma que “debemos mantener encendida la llama de la esperanza que nos ha sido dada, y hacer todo lo posible para que cada uno recupere la fuerza y la certeza de mirar al futuro con mente abierta, corazón confiado y amplitud de miras”.
Celebrar la Navidad es poner en el centro la vida en toda su amplitud. Para muchas personas Dios y la vida son realidades disociadas y contrapuestas, llegando así a una separación entre fe y vida, entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo humano. Poner en el centro la vida es apostar para que haya un mundo más justo y humano. Que este tiempo sea un espacio para crear nuevas relaciones humanas en donde podamos ser puentes que unen y no muros que dividen. Que en medio del compartir y la fraternidad no olvidemos que otros necesitan de nuestra ayuda. Habrá una auténtica celebración de Navidad cuando la solidaridad sea el motor de nuestras acciones.
Concluyo citando al teólogo español José Antonio Pagola que en su artículo “Dios está en ti sosteniendo tu fragilidad y haciéndote vivir”, señala que “la Navidad está tan desfigurada que parece casi imposible hoy ayudar a alguien a comprender el misterio que encierra. Tal vez hay un camino, pero lo ha de recorrer cada uno. No consiste en entender grandes explicaciones teológicas, sino en vivir una experiencia interior humilde ante Dios”. Las grandes experiencias de la vida son un regalo, pero de ordinario, solo las viven quienes están dispuestos a recibirlas.
Feliz Navidad.
Centro estudios caribeños. PUCMM.