El mismo día que nació Posada, murió, de un jumo, Juan “el Gago” García por la vuelta de Marilope, a dos kilómetros del puentecito de Nibaje. Su padre, Ñaño García, propietario de la única pulpería del pedazo, bajó de los tramos las 17 chatas de ron Beltrán y Palo Viejo 1852 y les pintó, una por una, una calavera que copió de un sobre de veneno de rata.
-El que se quiera morí que se muera. Depué no digan que no se lo dije. Le repetía a Dolorita, su mujer, que tenía los ojos y la cara jinchá de tanto llorar a su hijo.
Como una premonición, eso mismo le pasaría a José Guadalupe Posada cuando se desencantó de la vida desde el día que su hijo, Juan Sabino, de 15 años, murió sin que ni siquiera el periodista mexicano Agustín Sánchez González averiguara la causa de su muerte.
La Cucaracha se oía por todo Aguascalientes junto a los tiros de máuser al aire por la entrada triunfal, a la Capital, de Pancho Villa y Emiliano Zapata que envolvía a México en una fiesta nacional. Pero hacía un año que a Posada se le había ido la mano con un tequila de maguey, probablemente con más de 40% de alcohol y partió por el mismo callejón sin salida que cogió el Gago García, hacia más lejos del más allá. “Si Adelita se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar…”
Esos 61 años que Posada logró vivir, los disfrutó, o los disipó, ilustrando todos los chismes políticos y de patio, novelones lacrimógenos que sirvieron más para las radionovelas que para leerse por el impedimento del analfabetismo; amoríos imposibles de Villa, panfletos que atacaban la dictadura y que Posada tuvo la precaución de no ponerles su firma. Grabó dibujo tras dibujo y, como si se le hubiese grabado a él la imagen de la Parca, cuando vino a buscar a su hijo. Y “este encuentro” fue determinante para el sello del artista.
Posada era de estatura baja, un bigote como los de la época, pelo abundante como los indígenas, mirada triste, fría y taciturna, como si estuviese contando los hoyos de La Luna; de lento andar como si nadie lo esperara; con una filosofía de “matar el tiempo” como si hubiese leído el cuento “el pabellón No. 6” de Chéjov, e imitase a Ivan Dmitrich cuando enfrentaba al doctor Andrei Yefimich; manos gruesas del que le da uso forzado y continuo, medio panzón, cabeza un tanto cuadrá, y un apetito por los tamales picantes que no se le quitaba.
Dibujó calaveras cabalgando pencos esqueletos. A la vecina la adornó con un sombrero de flores que fue su identidad; a los mariachis, con bigotes y guitarrones, se les notaba claramente que venían de ultratumba; al pinche vecino que le enamoraba a su María, lo dibujó en una bicicleta de huesos, a ver si se rompía el culo en una bajá y lo dejaba tranquilo. A Huerta lo presentó con su uniforme militar y le hizo un retrato calavérico lo mismo que a Porfirio Díaz. No se le salvó nadie de su época como si su misión fuese matarlos a todos para que acompañaran a Sabino. Y muchos de esos seres insignificantes e inservibles a la sociedad se pueden recordar gracias a su dibujo tal y como ocurrió a los del panteón de Honoré Daumier en la Francia pos Revolución.
Sus “calacas” fueron tan populares y sus presencias tan normales que nadie se dio cuenta de la grandiosidad de su obra gráfica ni de la gigantez de su figura. Tuvo que ser Diego Rivera quien lo rescatara del olvido cuando lo incluyó en aquel majestuoso mural “sueño de una tarde de domingo en la Alameda” donde se ve a Posada paseando junto a una Catrina, a Frida Kahlo, José Martí, él mismo de niño con su cara de sapo Bogaert que lo acompañaría hasta el último día de su jodona vida, incluyendo aquellos de París junto a la Bohemia de Modigliani, Pascin, Max Jacob, Apollinaire, Picasso, Hemingway… donde se hizo famoso por sus jabladurías y por pasársela borracho de absenta, apagando el Sol a sombrerazo limpio.
Gracias a Diego se le hizo su museo en Aguascalientes y con el entusiasmo del director de la Casa de Cultura, Víctor Sandoval. Hoy, ese museo alberga más de 5 mil piezas, la mayoría de Posada, bajo la dirección de su directora Ana Rosa Cabrales.
El Museo está en el convento que en gobierno de Benito Juárez fue adquirido por el Estado por las leyes de desamortización de bienes eclesiásticos. Va más gente a ver a los dibujos de Posada que los que van a misa a oír la misma cantaleta cada domingo.
Su popularidad se afianzó con el uso de sus imágenes en las celebraciones del día de los muertos cuando cada mexicano lo festeja como si fuese su cumpleaños, como si cada quien asistiera a su propia muerte.
Ahora bien, la verdadera muerte de Posada se la dio un periódico cuando publicó una foto del pintor José Clemente Orozco, como si fuese él. ¡Qué barbaridad!
Lo que me llamó la atención fue la cantidad de medios mexicanos, unos importantes, otros chimichurris, que han publicado a Orozco con el pie de foto del grabadista. Porque uno se pregunta, ¿es posible que un mexicano con una cultura media pueda confundir a dos íconos del arte de ese país? Y sí, y esa es una prueba más de la ignorancia generalizada que nos arropa, a pesar de tener a mano al tío Google. Lo peor de lo peor es que el partido MORENA la publicara en el aniversario de su muerte el 20 de enero del 1913 incurriendo en el mismo error y que no le costó la presidencia a Sheinbaum porque la oposición es tan ignorante como ellos. Imperdonable, aunque así es el mundo desde el Renacimiento pa’cá.
Nadie se asombra frente al espejo y menos los políticos que de cultura conocen a penas el Photoshop que les quita las arrugas. ¿Qué funcionario burocrático entiende de arte? Pero se pavonean hablando “pluma e burro” como si tal cosa. Tienen, eso sí, el tupé, por lo de Dunning-Kruger, de aceptar cargos de “once varas” desde donde imponen sus frustraciones. Califéeeee!