Un cuento puede vivir años en estado de vida latente. Luego empieza crecer, si es que crece, y un día adquiere vida propia, desborda su propio contenido y sale al mundo vestido solamente con palabras.
Recuerdo que estuve en México en esa época, que estuve más bien en Ciudad México en los días en que Manzanero puso de moda «Esta tarde vi llover» y llovía a cántaros. Era difícil salir a la calle y no mojarse, todo el mundo andaba mojado y las calles se veían anegadas y brillosas, con ese brillo especial que le confiere la lluvia a las calles. Lo peor es que llovía incluso dentro de los lentos autobuses de transporte público y por debajo de las sombrillas y paraguas y yo estaba frenético y mojado buscando a una novia que había conocido el año anterior en Tampico, durante la llamada semana santa, y a la cual no volví a ver.
Desde nuestro encuentro en Tampico la noche anterior a mi regreso a Monterrey (un breve, fugaz encuentro que la memoria se obstina en retener), habíamos mantenido una intensa relación epistolar a casi un millón de kilómetros de distancia (yo desde Monterrey y ella desde Ciudad México) y nos habíamos prometido reencontrarnos en esa grandiosa urbe, pero nunca volvimos a encontrarnos. Fue algo frustrante. En México, por razones del azar y de la lluvia y otras demencias que no puedo precisar, tratamos inútilmente de encontrarnos y no nos encontramos. Nunca volvimos a encontrarnos (al menos frente a frente, cara a cara) yo y la espigada María Cárdenas.
La llamé por primera vez, como la llamaría otras veces, desde un teléfono público, porque no tenía otro a mi disposición y esto dificultaría mucho las cosas en el futuro. Además, no era fácil comunicarse con ella: tenía que hacer varias llamadas para lograrlo. Cuando hablamos en esa primera ocasión descubrí con estupor que vivía como quien dice al otro lado del mundo, muy al norte, mientras que yo estaba alojado en una especie de pensión de estudiantes subversivos en las cercanías de la universidad, la famosa UNAM, una universidad tan extendida y tan poblada que había que tomar el autobús para pasar de una facultad a otra.
La misma primera vez que hablamos por teléfono supe que sólo había un día posible para vernos, un sólo domingo para encontrarnos en horas de la tarde y de la noche, y no por mucho tiempo, solo unas pocas horas. Ella tenía un trabajo pesado (que no entendí en qué consistía) y un horario agotador que no le daba mucha libertad. Además, ir de visita a su casa, por razones que tampoco entendí, estaba descartado. Pero lo del domingo estaba bien, o al menos eso creía en principio.
Nos citamos, pues, en una plaza que no había oído nombrar, a mitad de camino de donde vivíamos, y llegué con el corazón en la boca (con la loca emoción de volver a verla), a lo que pensé que era el lugar donde volveríamos a reunirnos, a la pequeña plaza de nuestro añorado reencuentro. Pero la plaza no existía, ya no estaba. ¿Cómo que ya no estaba? La habían cambiado extrañamente de sitio y nadie me supo indicar su paradero.
Dos días después, cuando por fin pude volver a hablar con María Cárdenas, después de muchos intentos frustrados, recibí una desagradable sorpresa: la sentí de mal humor. No creyó, en principio, nada de lo que lo que le conté. Me dijo que las plazas no se mueven de lugar, que posiblemente me había equivocado y que había pasado horas esperándome. Que se sentía muy dolida. Que no esperaba eso de mi. Le ofrecí todas las excusas que se me ocurrieron y aunque no pareció quedar muy convencida, aceptó que fijáramos otra cita para el próximo domingo. Esta vez nos veríamos en una plaza grande y bien conocida y bien surtida, la fabulosa Plaza Garibaldi, la plaza donde se congregan todos los mariachis del mundo y se comen los mejores tacos.
Como de costumbre, la Plaza Garibaldi estaba muy concurrida y me dirigí al kiosko, el lugar preciso que habíamos designado para el anhelado encuentro. Pero el kiosko no existía, me dijeron que lo habían eliminado la última vez que remodelaron la plaza y no había kiosco. Sentí que la tierra se hundía sobre mi cabeza o algo parecido. De cualquier manera estaba seguro de que me toparía con María Cárdenas en cualquier momento, era imposible que no nos viéramos a pesar del gentío. Necesariamente teníamos que vernos pero no nos vimos. Permanecí varias horas en los alrededores del desaparecido kiosco y luego fui ampliando el círculo hasta cubrir toda la plaza, hasta que empecé a sentir mareos. Estuve dando vueltas como un trompo toda la noche e incluso llamándola por su nombre y ella no apareció. Le preguntaba a los mariachis si la habían visto y se me quedaban mirando raro.
María Cárdenas estaba anegada en lágrimas, lloró como una magdalena en el teléfono cuando volví a localizarla unas semanas después. Eso no se le hace a nadie, me dijo. Permaneció como una tonta esperándome en el kiosko de Plaza Garibaldi horas y horas, creyendo que me vería en cualquier momento, llamándome incluso, por mi nombre, llorando después a lágrimas vivas en presencia de todos los pasantes. Hasta le pregunté a los mariachis si te habían visto y se me quedaban mirando raro. Le dije entonces, o más bien casi le grité, que eso no podía ser, que yo también había estado todo ese tiempo en el lugar, llamándola incluso por su nombre y preguntándole por ella a los mariachis, le dije muy convencido que alguno de los dos se había equivocado de plaza o se había equivocado de kiosco y María Cárdenas me cerró. Colgó el teléfono.
Yo no dejaría de llamarla, por supuesto, pero durante varias semanas no logré comunicarme con ella. No quiero hablar contigo, me decía, y me colgaba tristemente el teléfono. No atendía a mis ruegos. Llegué a pensar que todo era una burla, que en realidad no quería volver a verme y que se había inventado todo el rollo de las citas fallidas. Pero era absurdo. No era algo que cuadraba con la idea que me había hecho de ella.
Deje de llamarla y traté inútilmente de olvidarla por un tiempo. Su esbelta y sonriente figura, la que conservaba y conservo en una foto, no dejaba de perseguirme y me perseguía la lluvia. La lluvia me perseguía y me perseguía Manzanero y «Esta tarde vi llover» y todo estaba mojado, no cesaba de caer una llovizna necia, pertinaz. Aparte de la lluvia, estaba hastiado de Manzanero.
Pensé escribir una carta apasionada a la dirección de puño y letra que me había escrito María Cárdenas en Tampico, junto a su nombre y número de teléfono, y se la escribí de inmediato, pero el correo la devolvió a los días siguientes con un sello que indicaba que la dirección no se correspondía con el destinatario. Al parecer María Cárdenas no vivía donde me había dicho que vivía.