La presencia de aviones del imperio y de la fuerza área cubana sobre los cielos de Cayo Confites no era nada auspiciosa. Del imperio no podía esperarse nada bueno, pero la hostilidad de los aviones de las fuerzas armadas cubanas causaba estupor. Alguna contradicción había entre el gobierno que apoyaba a los expedicionarios y el ejército que debía estar apoyando al gobierno. Además, en el cayo se confrontaban problemas mucho más serios. El abastecimiento de agua y comida se dejó al parecer como quien dice en las manos de Dios, y al parecer Dios estaba ocupado o por lo menos distraído. De otra manera no se explica cómo a los pocos días de la llegada empezaron a escasear los preciados alimentos. Se sometió entonces a los legionarios a un estricto racionamiento, a una dieta prácticamente de hambre.
Dice Tulio Arvelo que “Hubo momentos de hambre, hasta el extremo que en una ocasión la pesca de un tiburón constituyó un favorable acontecimiento puesto que fue descuartizado y asado y a pesar de tener un fuerte sabor a aceite de hígado de bacalao fue ingerido como un plato suculento”. (1)
Por más que racionaran, la comida y el agua se acabaron a los pocos días, los ejercicios se suspendieron, por supuesto, y los hombres cayeron en un estado de abulia, desidia, indisciplina e irritación. La falta de agua, sobre todo, creó una especie de pánico y estuvo a punto de producirse o se produjo mejor dicho un motín, un conato de motín, que pudo haber dado origen a un enfrentamiento armado. De hecho, en más de una ocasión los hombres de Cayo Confites estuvieron a punto de matarse entre ellos, y esa fue una de tantas.
Fue entonces, sólo entonces, que a alguien se le ocurrió mandar una embarcación al puerto de Nuevitas en busca de provisiones y mandaron al Berta, un buque llamado Berta.
En lo que el Berta iba y venía los hombres permanecieron en estado de ansiedad, una ansiedad justificada. El puerto se encontraba a unos ochenta kilómetros de distancia y muchas cosas podían suceder y todos temían lo peor. Entre aquellos hombres hambreados, armados, nerviosos y ociosos, desmoralizados, pesimistas, que boqueaban como lagartos y empezaban a desesperarse o a perder toda esperanza había desaparecido al parecer el instinto solidario y se volvieron temerosos unos de otros. Las condiciones en que se encontraban constituían un inmejorable coctel de indisciplina y en cualquier momento podía producirse un estallido. Mirar al horizonte con los ojos vacíos consumía la mayor parte del tiempo. Esperaban al Berta y el Berta se hacía esperar. La punzadas del hambre y de la sed arreciaban.
Se habían embarcado en la aventura de Cayo Confites contemplando la posibilidad de morir peleando en tierra dominicana, pero ninguno había pensado en la posibilidad de morir de hambre y de sed en el fatídico Cayo Confites.
El orden y la disciplina, la moral de las tropas y el espíritu de lucha estaban por los suelos, todo se estaba derrumbando, el gran proyecto libertario estaba feneciendo, el ejército de libertadores se había convertido en pocos días en un ejército de muertos vivos, un ejército de derelictos, un ejército de muertos de hambre, literalmente.
Hay un extraño refrán que dice que Dios aprieta pero no ahorca, y a los hombres de Cayo Confites los apretó sin dudas, fuertemente. Ya estaban de hecho casi ahorcados… Hasta que por fin un buen día, a eso de las tres de la tarde —la mejor tarde que nunca tuvieron los expedicionarios—, el Berta se dejó ver tímidamente en el horizonte.
Lo que se produciría en el cayo sería algo parecido a una explosión de júbilo. Una especie de himno a la alegría.
Dice Humberto Vázquez García que en cuanto el barco se acercó a la playa muchos expedicionarios se metieron al mar y los tripulantes del Berta los recibieron tirándoles naranjas, los recibieron a naranjazos limpios. Una andanada de naranjas que fue recibida con regocijo. La camaradería campeaba ahora por sus fueros.
El Berta venía convertido en una especie de cuerno de la abundancia. Venía con las bodegas sobrecargadas de los más finos manjares: frijoles y habichuelas, aceite, arroz, racimos de plátanos a granel, riquísimas frutas, huevos, carne salada y hasta leche condensada, aparte de la bebida más exquisita: agua en toneles, agua por toneladas para saciar la sed y el miedo. Ese día los expedicionarios comerían y dormirían como lobos. Al renacimiento estomacal sucedería el renacimiento espiritual. Algo que demostraba lo que tantas veces se ha demostrado en la historia: la estrecha relación inversa entre el idealismo y el estómago, entre los ideales y el hambre.
La ley, el orden, la disciplina, la confraternidad entre los compañeros de venturas y desventuras volvería a imperar en el campamento, se reanudaron los ejercicios militares con renovado vigor y renovado entusiasmo. Sin embargo, pocos días después se presentó un nuevo problema. Un problema acuciante, igualmente relacionado con los alimentos, o mejor dicho con el producto o subproducto de la digestión de alimentos, el efecto residual.
Parece que a nadie se le ocurrió cavar letrinas y hay que suponer que muchos harían sus necesidades en el mar y también que el mar podía devolver las necesidades a la playa. Alguien tuvo la idea no muy feliz de designar un extremo del pelado cayo como vertedero de desechos sólidos, provenientes tanto de la cocina como de los intestinos de los casi mil doscientos soldados, y al poco tiempo el lugar se convirtió en lo que tenía que convertirse, se convirtió en un mierderío, un criadero de moscas, y se produjo lo que tenía que producirse, un foco de infección, un excelente caldo de pestilente cultivo de enfermedades infecciosas. Las moscas proliferaron como saben proliferar las moscas e invadieron a los invasores con esa manera peculiar que tienen las moscas: invadían los ojos, invadían la boca, los cabellos, invadían los alimentos, se multiplicaron por millones sobre todo el islote y comenzaron a hacer la vida de los hombres poco menos que imposible. Estaban en todas partes a la vez y no daban tregua ni descanso, igual que la arena en la brisa. Arena y moscas —las nutritivas moscas a la arena—, nadaban en la sopa, se infiltraban en el arroz, no había comida libre de moscas y arena.
Solamente en el mar, a cierta distancia, metidos hasta la cintura, podían los legionarios comer con cierta paz. Allí no llegaba la brisa con arena ni llegaban las moscas, aunque hay que suponer que podían llegar los tiburones.
A la invasión de la arena y las moscas siguió la invasión de disentería, de fiebre tifoidea y gastroenteritis y las diarreas infinitas. Diarreas y estreñimiento, para peor. El número de enfermos desbordó la enfermería y varios expedicionarios tuvieron que ser evacuados, trasladados a clínicas u hospitales en tierra firme.
En un momento de exasperación, el mismo comandante Masferrer diría que había que salir del cayo a como diera lugar. Pero del cayo no saldrían de la manera en que esperaban:
Cuenta Tulio Arvelo que una vez, vagando por el cayo en compañía de Pedro Mir, “Encontramos a muchos conocidos. Saludamos a Juan Bosch, a Dato Pagán, a Chito Henríquez, a Danilo Valdez y a muchos otros más. Cada uno nos contaba una parte de la vida que se hacia en el cayo a la espera de la partida. Respecto a esto último, Danilo Valdez, con un fatalismo que a la postre resultó profético, nos dijo que de allí saldríamos para las cárceles cubanas”. l
(Historia criminal del trujillato [112])
Notas:
Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 66
Ibid., p. 56
Bibliografía:
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator.
Dr. Jorge Renato Ibarra Guitart. Instituto de Historia de Cuba, “La expedición de Cayo Confites, Su escenario hemisferico”(https://www.institutomora.edu.mx/amec/XVIII_Congreso/JORGE%20RENATO.pdf)
Robert D., “Los servicios de inteligencia de Trujillo y Cayo Confites”.
Bernardo Vega (https://catalogo.academiadominicanahistoria.org.do/opac-tmpl/files/ppcodice/Clio-2020-200-033-049.pdf)
Expedición de Cayo Confites
(https://www.ecured.cu/Expedici%C3%B3n_de_Cayo_Confites)
Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”