A pesar de todos los contratiempos, en el corazón de muchos expedicionarios se mantenía vivo el ideal del proyecto libertador. No abandonaban la idea de desembarcar en algún lugar de Haití, marchar hacia la frontera y dar la pelea por todos los medios. Otros ya estaban pensando en desertar y muy pronto desertarían. Masferrer y otros parias desertarían y traicionarían.
La decisión que tomó el Estado Mayor al regreso de Juancito Rodríguez, y después de una larguísima reunión, fue abandonar las aguas territoriales cubanas, como se había estipulado, abandonar Cayo Santamaría y partir hacia Cayo Winchos, un islote pelado de la islas Bahamas, perteneciente a Inglaterra, donde esperarían a un alto jefe militar de la expedición que traería importantes noticias y unas lanchas torpederas de refuerzo, que se unirían al Aurora, el Angelita y el Fantasma. Luego pondrían rumbo hacia la isla de Santo Domingo.
Ni las lanchas ni las noticias llegarían nunca. En cambio, las naves expedicionarias disfrutaban ahora de la ingrata compañía de cuatro barcos de la marina de guerra cubana, que desde que partieron de Cayo Santamaría no le perdían ni pie ni pisada. En una de ellas había regresado Juancito Rodríguez.
La desilusión de los hombres nada más llegar al desolado Cayo Winchos no se hizo esperar. Por nada del mundo querían repetir la experiencia de Cayo Confites en un nuevo cayo y empezaron a rezongar. Masferrer se apropió o trató de apropiarse como otras veces de la situación y —por medio de un equipo de altoparlantes—, soltó un demagógico discurso de barricada que pudo escucharse en todos los navíos, un discurso con el que pretendía infundir ánimo en las tropas y disimular sus verdaderas intenciones. Los barcos de la marina cubana, según Masferrer, estaban allí para escoltarlos hasta que ingresaran a aguas dominicanas. La llegada de las lanchas torpederas y altos jefes militares con alentadoras informaciones y una nave cargada de provisiones era inminente. Pero el discurso de Masferrer, plagado de burdas mentiras (demostrativas de la perversidad de quien sería uno de los peores asesinos al servicio de la dictadura de Fulgencio Batista), tuvo el efecto contrario al que esperaba. En esos momentos las tropas ya habían entendido qué Masferrer mentía descaradamente y pocos le creyeron. La intención de Masferrer era engatusarlos, retenerlos con cualquier pretexto en Cayo Winchos. Para muchos resultaba claro que los barcos de la marina cubana los estaban siguiendo y no custodiando y que ya estaban prácticamente presos. Todo formaba parte de una jugarreta para demorarlos en el lugar y ejecutar en su debido momento las órdenes de detención que los marinos cubanos debían haber recibido.
Lo del barco con alimentos resultó ser cierto, en parte. Llegaron los alimentos en abundancia al poco tiempo en la fragata José Martí, pero no estaban destinados a los revolucionarios. Eran más bien una carnada. Se los dejarían ver y oler, como quien dice, de lejitos, a prudente distancia. Pospusieron la entrega de las preciosas viandas a los famélicos expedicionarios hasta el día siguiente. Pero al día siguiente tampoco se los darían así como así. Hubo que negociar personalmente con los altos oficiales de la flotilla de la marina cubana.
En ese momento las provisiones del ejército revolucionario se habían reducido al mínimo. Los expedicionarios carecían de agua y comida y combustible, de todo lo necesario, y el precio que tendrían que pagar por ellos sería oneroso.
En una larga y tensa reunión con los jefes de Estado Mayor, en vez entregar provisiones los altos oficiales de la marina pidieron poco menos que la rendición. El ejército debía disolverse, los expedicionarios entregarían las armas, entregarías sus barcos y regresarían libremente como huéspedes en las naves de la marina cubana a sus hogares.
El alto mando del ejército rechazó la propuesta. Exigió que se cumpliera con los compromisos contraídos. La entrega incondicional de agua y comida y combustible. En virtud de que el presidente Grau había dejado claro que no se permitiría la violencia contra los expedicionarios, los marinos cubanos aceptaron lo que exigía el alto mando del ejército, pero con una condición. Las provisiones serían trasegadas a un barco donde no habría armas ni gente armada.
El barco que eligieron para tal fin fue el Fantasma, que estaba cargado hasta el tope de pertrechos militares que era necesario trasladar a otro barco para hacer espacio para las provisiones. Los hambreados y debilitados hombres pasaron la noche faenando, trasladando la pesada carga al Aurora. Al amanecer del viernes 26 de septiembre la tripulación de el Fantasma desembarcó en Cayo Winchos y el Fantasma partió en busca de los abastecimientos.
Las condiciones en el cayo era deplorables y para colmo empezó a llover, el agua y los alimentos llegaron al poco tiempo a su fin y también la paciencia de los hombres. Se produjo entonces lo que podría llamarse un amotinamiento pacifico. Oficiales y soldados de los batallones Sandino y Guiteras, unos quinientos en total (y en su mayoría cubanos), demandaron ser liberados de su compromiso con el ejército de liberación y regresados a Cuba. Redactaron incluso una carta dirigida al Estado Mayor en la que daban cuenta de los motivos o causas que justificaban su deserción, el abandono de la causa. Entre otras muchas cosas, los descontentos estaban hartos de los abusos y atropellos de Masferrer y de sus sistemáticas mentiras, de las penurias que habían tenido que soportar por culpa de la mala organización de la expedición. Además no querían exponerse a un enfrentamiento armado con la marina de guerra de su propio país. La desmoralización cundía por sus fueros y el reciente hallazgo de una bomba junto a unas cajas de dinamita en el buque Aurora empeoraba las cosas. Había infiltrados entre los expedicionarios y había saboteadores dispuestos a provocar una hecatombe.
El estado mayor dio instrucciones a Masferrer, el menos indicado de todos, para tratar de solucionar el problema. Éste encaró a los insurrectos con promesas y mentiras y medias verdades, ofreció un trato digno y logró hacer desistir a unos doscientos, pero los restantes trescientos persistieron en el empeño y se quedarían en el cayo.
Con ellos no sería tan gentil Masferrer, a pesar de lo que acababa de prometer. Habló de nuevo con rebeldes, tratando de convencerlos, con un tono probablemente amenazador, y mientras Masferrer hablaba sus fieles disparaban esporádicamente al aire, pero todo fue inútil. Ya estaban hartos de Masferrer y no faltó quien lo dijera en voz alta. Permanecieron firmes en su decisión.
Entonces se les ordenó que entregaran las armas y todo lo que tenían. Se les dispensó un trato humillante. Los que se negaron a obedecer fueron obligados a desnudarse bajo amenazas. Lo que se produjo entonces fue un saqueo. Las hienas de Masferrer se comportaron como lo que eran, una pandilla de depredadores. No sólo les quitaron las armas sino los objetos personales. Los aligeraron de todas sus pertenencias, relojes, zapatos, ropas, y en algunos casos se propinaron golpizas de consideración. Después serían trasladados en botes a los barcos de la marina cubana, de donde serian poco gentilmente conducidos a prisión.
Para empeorar las cosas, los suministros que habían ofrecido los marinos cubanos fueron entregados a cuenta gotas. Persistía, pues la escasez de agua y comida y combustible. Persistía el régimen de penuria. Los expedicionarios estaban definitivamente “salaos”, como dice Hemingway del protagonista de El viejo y el mar. La peor forma de mala suerte.
(Historia criminal del trujillato [120])
Bibliografía:
Humberto Vázquez García, “La expedición de Cayo Confites”
Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón . Memorias de un expedicionario”.