Juancito Rodríguez llegó a ser uno de los hombres más ricos del país, si acaso no el más rico. Dicen que llegó a tener mas de diez mil o quince mil cabezas de ganado, que los cerdos y las gallinas eran incontables, que tenía más de doce mil tareas sembradas de cacao y otras miles sembradas de café y otros productos agrícolas. Dicen que su finca, o más bien fincas, eran de las las mejores del área del Caribe. Dicen que producía millones de plátanos y guineos y víveres de todo tipo, que podía abastecer a toda la capital y que poseía una de las más acreditadas, quizás la más acreditada traba de gallos de lidia, finos caballos, una o varias cuadras de caballos de raza y paso fino, buenas casas, todo tipo de bienes a granel y mucho dinero…
Ser rico no estaba prohibido en la República Dominicana, pero era peligroso. Incluso era peligroso ser pobre si la bestia se antojaba de lo que el pobre tenía y Juancito Rodríguez lo sabía, se había dado cuenta de que la bestia no respetaba mujeres ni bienes ajenos. La bestia se apoderaba de las tierras de los campesinos de Nagua o de los alrededores de San Cristóbal con el mismo desenfado con que se hacía dueño de las vidas y propiedades de los terratenientes. Los ricos vivían en zozobra y trataban de disimular su riqueza, algo que a los hacendados no les era posible.
Así las cosas, Juancito Rodríguez intentó en principio coexistir con el tirano, plegarse o fingir plegarse para evitar problemas. En alguna ocasión aceptó o se vio obligado a aceptar cargos de senador y diputado en los que no duraría mucho tiempo. La coexistencia con la bestia era como la de las ovejas con los lobos. La bestia codiciaba todo lo que tenía y comenzó a importunarlo, empezó a hostigarlo, a darle muestra inequívoca de que pretendía apoderarse de sus bienes. Juancito empezó a planificar la retirada, la salida del país, comenzó a vender su ganado, vendió todo lo que pudo y la bestia fue uno de sus principales compradores. Le compró, desde luego, a su manera, regateando o fijando los precios arbitrariamente. Juancito Rodríguez necesitaba dinero en efectivo y llegó a reunir bastante (quizás unos cien mil pesos, una verdadera fortuna en esa época). Entonces consiguió permiso para salir del país por supuestas razones de salud, probablemente con el pretexto de hacerse un chequeo médico, y en el mes enero de 1946 partió hacia Puerto Rico, partió hacia el exilio en un viaje que no tendría retorno hasta después de su muerte.
En la Habana, donde se estableció por muchos años, se puso de inmediato en contacto con los exilados, incluyendo a los fugitivos del Partido Socialista Popular, y muy pronto se dio a conocer por su generosidad y su indoblegable espíritu de lucha. Juancito Rodríguez era un hombre pródigo que no escatimaba recursos y vivía para ayudar. A partir de entonces dedicó su vida a un sólo proyecto: derrocar al tirano, liberar al país de toda su parentela. Nadie como él empeñó tantos medios y tanta dedicación en la lucha contra la satrapía, y muy pocos pagaron un precio tan elevado. A la larga terminó convirtiéndose en el enemigo público número uno de la bestia. Perdería todo lo que tenía, lo que había podido sacar y lo que había dejado, perdería sus plantaciones, sus fincas, las valiosas propiedades que la bestia repartió graciosamente entre sus fieles, perdería amigos y familiares y finalmente perdería a su hijo José Horacio en la expedición de junio de 1959, la repatriación armada de Constanza, Maimón y Estero Hondo. Después perdería las ganas de vivir y pondría fin a su vida. Al cabo de quince años de lucha se había convertido en un hombre pobre al que le habían arrebatado todo, menos la dignidad.
En la época en que Juancito Rodríguez llega a Cuba había un ambiente propicio y el optimismo cundía entre los numerosos exilados. El nazifascismo había sido derrotado y el fin de las dictaduras en el continente americano parecía inminente. En él área del Caribe y Centroamérica varios gobernantes eran abiertamente hostiles a la bestia y no disimulaban su antipatía. En Cuba gobernaba el progresista Ramón Grau San Martín, Rómulo Betancourt en Venezuela, Elli Lescot en Haití y Juan José Arévalo en Guatemala, y todos tenían en común el deseo de derrocar a Trujillo. El deseo y la intención de contribuir a derrocarlo.
La llegada de Juancito Rodríguez sirvió de catalizador a un movimiento que ya se encontraba en ciernes, a raíz de un congreso que tuvo lugar en la Universidad de La Habana. En ese encuentro se produjo —por lo menos de manera formal—la unificación de los exiliados dominicanos, la formación de un frente unido de liberación. De una forma tácita o sobrentendida se eligió la lucha armada como medio para derrocar al tirano.
Con anterioridad, durante el primer breve gobierno de Ramón Grau San Martín (el gobierno de los cien días, entre el 4 de septiembre de 1933 y el 15 de enero de 1934), se habían hecho preparativos en Cuba para organizar una pionera expedición armada contra el gobierno de la bestia. La expedición del Mariel. En esta base de la marina de guerra cubana, con apoyo o beneplácito del gobierno cubano, se supone que recibió entrenamiento militar un nutrido y heterogéneo grupo de antitrujistas compuesto por más de trescientos voluntarios procedentes de Santo Domingo, Cuba y Venezuela. Entre sus principales dirigentes estaban Rafael Estrella Ureña y su hermano Gustavo. No se sabe si alguna vez los expedicionarios estuvieron listos para partir a Santo Domingo, pero la expedición nunca partió. La bestia sobornó a los enlaces militares y la operación abortó. Fue la primera expedición que pudo haber sido y no fue.
Ahora, casi trece años después surgiría, con renovados bríos, un nuevo movimiento armado. Los ánimos estaban caldeados y a la cabeza del frente unido de liberación dominicana habían quedado algunas de las más prestigiosas y decididas figuras del exilio: Ángel Morales, Ramón de Lara, Juan Isidro Jiménez Grullón, Leovigildo Cuello, Juan Bosch. De inmediato, y con el apoyo entusiasta de Juancito Rodríguez, se pusieron en marcha los preparativos que culminaron con la formación de la más grande fuerza expedicionaria que alguna vez habría tenido que enfrentar el régimen de la bestia. Fue la segunda expedición que nunca fue. Que pudo haber sido y no fue.
(Historia criminal del trujillato [101])
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.