La vida era un espacio vacío entre dos tragos. Era, como quien dice, un quedarse mirando la sabana todo el día, viendo sin ver las cosas, sumergido en su mundo de fantasmas cordiales y borrachos. Algo así como un limbo, un trasoñar continuo. Un sueño y un trasueño.
Lo vida, casi toda la vida que vivía, se le había convertido en una permanente modorra existencial, en una especie de rutina gelatinosa y mecánica y tediosa. Era el compás de espera, entre una copa y otra, lo único que parecía tener sentido. Un compás de espera sin nada que esperar, con la garrafa al lado, su garrafa de agua, más ardiente que agua. El agua torrencial que desbordaba sus aguas interiores, su mundo interior en constante ebullición dónde vivía otra vida.
Había espaciado los intervalos entre un sorbo y otro sorbo poco a poco, lo suficiente como para mantenerse en aquel estado de ingravidez que le permitía soportar la realidad sin aturdirlo, una especie de láudano cordial para la mente. Nunca se embriagaba, pero nunca estaba sobrio.
Nadie entendía lo que pasaba ni volvería a entenderlo. Desde pequeño sabía que querer demasiado era dañino, que hacía un daño terrible, que todo lo que amas y te hace feliz conlleva aparejado más tarde que temprano o más temprano que tarde un gran dolor. Había tratado inútilmente de aprender a no querer.
Pero desde la última vez que su mujer se fue por última vez para siempre, se hundió en la depresión.
El rancho también se hundió en otro tipo de depresión, en un abismo. Había quedado en el desamparo, sumido en la indolencia, en la peor de las tristezas, y había empezado a perder hasta los vestigios de su pasado esplendor. Sus puertas y ventanas abiertas quedaron expuestas a la inclemencia del viento —el golpeteo con el que castigaba día y noche—, y se arruinó la pintura de las paredes y el techo. Terminó, en fin, el pobre rancho, convirtiéndose en una ruina, en un animal prehistórico, algo que parecía estar muriéndose con sus bocas abiertas.
En principio sirvió de refugio a todo tipo de alimañas y animales domésticos, pero después se había ido convirtiendo en alojamiento de criaturas indeseables que abandonaban el monte en tiempos de lluvia y que la gente prefería no mencionar. Eran criaturas malignas que rompieron por puro gusto las camas, los sillones, los trastes de cocina, las cortinas. Lo rompieron todo hasta que un día entraron por equivocación a la habitación de los espejos, que estaba sellada a cal y canto, y huyeron entonces despavoridas.
Aún así, la gente le cogió ojeriza al rancho. Toda la gente de los alrededores le cogió miedo y ojeriza al rancho y abandonó los cultivos, el sembradío. Incluso dejó de entrar a los bosques de cacao después que las culebras empezaron a chuparse la sangre de los gatos y los puercos cimarrones. Culebras y otros engendros probablemente.
La gente sólo se acercaba al lugar, a la jaula de pájaros, por pura pena, para traerle agua y comida. Para traer noticias que generalmente eran malas. Para decir quizás que habían visto a los guardias merodeando. Para verlo en su hamaca dormitando o durmiendo o quizás muerto.
El agua y la comida la dejaban en la puerta de la jaula, saludaban de lejitos y se iban. De la garrafa no se ocupaba nadie. Por alguna razón, la garrafa estaba siempre bien provista de aguardiente.
La mayoría le tenía un cierto miedo o por lo menos un respeto reverencial. Muy pocos venían a saludar, a preguntar por agradecimiento o caridad si necesitaba algo y se retiraban enseguida. Decían que se entendía con las ánimas, que hablaba con los difuntos en un idioma difunto y que a sus fiestas sólo asistían las ánimas del purgatorio. Juraban que se entendía con alguien, que en el tronco del árbol tenía mudada una querida y que este había sido el motivo de su separación. Así que la mujer lo había dejado porque sospechaba una infidelidad, no porque la estaba matando la indiferencia.
El compás de espera, si acaso esperaba algo, era monótono y terrible en aquel lugar inhabitable, pero a veces la voz de Dios recorría toda aquella desolación, la miseria de esos campos donde todo escaseaba menos el hambre. A veces, con la voz de Dios venían los guardias. Lo acusaron una vez de leer libros, de leer y tener libros. Y sobre todo de tener libros extranjeros, a pesar de que era un extranjero. Lo acusaron otra vez de estar conspirando, de tener una escondite bajo el árbol. Otra vez vinieron en búsqueda de una destilería clandestina. Lo amenazaron con allanar el árbol, pero no se atrevieron. Alguien había oído decir que en una ocasión ya lo habían hecho, que muchos habían entrado y nadie había salido.
Pero él permanecía impertérrito en su hamaca, ajeno a todas las voces, salvo las de su conciencia. Regresaba de nuevo con el pensamiento a su playa de Arenzano en busca de aquella novia juvenil que se había casado con otro dos semanas después de haberle jurado amor eterno. Entre un sorbo y otro sorbo de aguardiente, esperaba también que su mujer volviera de donde quiera que estuviera después de haberse ido por última vez para siempre.