La gente me contaba que lo veía con cierta frecuencia bebiendo tragos dentro de una jaula de pájaros que había construido alrededor de un árbol, una jaula grande que arropaba el árbol y que al parecer era su sitio favorito para tomarse sus tragos. Allí permanecía durante horas, dentro de aquella jaula enorme, y a veces durante días soñando con la novia de quince años que había dejado en Arenzano. Era una jaula de tela metálica hexagonal, lo que llamábamos entonces alambre de gallinero, que había fabricado él solito cuando todavía tenía fuerzas y de la cual no volvió a salir desde la última vez que su mujer se fue para siempre, dejando el rancho con todas las puertas y las ventanas abiertas. A él no pareció importarle cuando la vió partir con sus baúles repletos de ropa francesa y un montón de cachivaches que nunca había desempacado. Ni siquiera le dijo adiós cuando ella lo miró para despedirse con aquella expresión de tristeza y reproche que tanto le conocía. Pensó que volvería como otras veces al cabo de pocos meses de haberse ido para siempre y no le dió mayor importancia. Pero ella no volvería. Se había cansado de volver.
A partir de entonces perdió como quien dice la voluntad, las ganas de vivir o de estar vivo, se abandonó a su suerte, se abandonó cada vez más a los tragos, a su garrafa de aguardiente, y se abandonaba cada vez más a sus pensamientos. Pensar era lo único que hacía, se dejaba llevar como las olas hacia las más lejanas tierras. Regresaba de nuevo a las arenas de Arenzano a buscar la novia que nunca había vuelto a escribirle y que se había casado —después de jurarle amor eterno— dos semanas después de su partida.
La gente del lugar le pasaba la comida y le pasaba una cubeta para que hiciera sus necesidades y le pasaba agua para que se bañara todos los días y le pasaban noticias para que estuviera enterado de lo que estaba sucediendo en el mundo. En la jaula convivía con gallinas y palomas y otras aves silvestres que entraban y salían porque eran más pequeñas y se colaban por los agujeros que se iban haciendo en la malla con el paso del tiempo. Venían por la comida y por la compañía, pero al atardecer regresaban a sus nidos. Las cotorras y pericos se mantenían alborotando por los alrededores y hacían un ruido endemoniado, pero a él parecía no importarle. Nada parecía importarle, en apariencia, vivía por rutina, por costumbre, por la insana costumbre de vivir. Pero su mundo interior estaba en constante ebullición, allí vivía intensamente toda la vida que había vivido, viajaba de nuevo y revivía, con extraordinaria minucia de detalles, todos los viajes que había viajado, leía y releía todos los libros que había leído, amaba y desamaba todas las mujeres que había conocido. Volvía a pelear todas sus guerras y amores…
Dormía generalmente en una hamaca que era la misma que le servía de asiento durante el día, pero de vez en cuando
pernoctaba en el árbol que era frondoso y desaparecía durante días entre el follaje. Cuando llovía se refugiaba en un extraño hueco del tronco que casi no se veía desde afuera y donde no parecía caber una persona. Alguna gente decía que el agujero era engañoso, que una vez que se entraba era espacioso y acogedor y aunque nadie había entrado había muchos que juraban que estaba amueblado, que tenía cama para dormir y un escritorio para escribir y una cocina para cocinar, un espacio bastante amplio donde podía caber una familia.
Lo más extraño era que de vez en cuando se escuchaba música y se escuchaba ruido y se escuchaban voces como de mucha gente, como si se tratara de una fiesta en un inmenso salón de baile, una enorme sala de recepción. Nadie veía a la gente cuando entraba ni cuando salía. Sólo en una ocasión, en horas de la madrugada, alguien vio o creyó ver a una docena de encopetados personajes, borrachos y en traje de gala, que se alejaban del lugar dando tumbos y riendo a carcajadas, pero nadie más pudo confirmarlo. Otros escucharon trompetas y saxofones y todos los instrumentos de una o dos orquestas que amenizaban una fiesta multitudinaria. La verdad es que en aquellos montes se escuchaba un poco de todo, incluyendo los aullidos de las ciguapas y a veces la voz de Dios.