A lo largo de la historia reciente, la creación de un estado zionista en Palestina ha contado con el apoyo militar de Inglaterra, de Francia, de los Estados Unidos y hasta de la Unión Soviética, de los grandes banqueros judíos, de los cristianos zionistas, de grandes personalidades y de una inmensa disponibilidad financiera.

Parecería que todos querían una patria para los judíos y nadie los quería en su patria. De hecho, muchos países se negaron a aceptarlos, incluso en los peores momentos. Querían una patria, un país para los judíos, y de paso sacar a los judíos de sus países, cuando no exterminarlos.

Los zionistas tuvieron desde el primer momento el apoyo de Inglaterra, que les permitió asentarse masivamente en Palestina, organizar sus fuerzas y planificar al milímetro el despojo de los palestinos que habían ocupado la región durante siglos.

Incluso antes de la fatídica Resolución 181 de las Naciones Unidas en 1947 (antes de la “recomendación” de partición de Palestina en dos estados y de la proclamación de independencia de Israel en 1948), existía un estado, una organización estatal zionista en Palestina. Los judíos tenían ya un ejército profesional y bien armado, oficiales y soldados entrenados y con experiencia militar reciente en la segunda carnicería mundial, un servicio de inteligencia, un sistema de administración pública.

La historia, como la cuenta Perry Anderson, es desgarradora. Demuestra que David siempre ha estado mejor defendido y pertrechado que Goliat.

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«Entonces, como ahora, por Naciones Unidos se entendía Estados Unidos. En 1947, el control estadounidense de la organización en Nueva York, menos integral que hoy en día, era, con todo, absolutamente suficiente para determinar el resultado de sus deliberaciones sobre Palestina. En Washington, Truman era un sionista cristiano convencido. Una comisión de investigación, encabezada por un juez sueco con Ralph Bunche a su lado e intervenida por micrófonos ocultos sionistas, comunicó que había que dividir Palestina. Los judíos, con el 35 por 100 de la población, recibirían el 55 por 100 de la tierra; los árabes, con el 65 por 100 de la población, el 45 por 100 de la tierra. Dentro del Estado judío propuesto, habría prácticamente tantos árabes como judíos; dentro del Estado árabe, no habría casi ningún judío; estos porcentajes se justificaban aduciendo que cabía esperar que la futura inmigración judía a Israel creara en años venideros una mayoría decisiva en el territorio que se les adjudicaba. Sin duda impresionada por la campaña antiimperialista de la Irgun, la URSS –que por sí sola hubiera podido bloquear estos planes– los ratificó: he aquí el servicio fundamental que los inquebrantables ataques de Begin contra Gran Bretaña prestaron al sionismo. La resistencia al proyecto, muy extendida entre las naciones más pequeñas de las Naciones Unidas, se vio arrollada por los sobornos y el chantaje estadounidenses, dirigidos a garantizar el necesario voto de dos tercios de la Asamblea General (11). Truman, artífice del resultado, se tildó a sí mismo, con pleno derecho, de Ciro moderno.

»Las noticias sobre la resolución de las Naciones Unidas provocaron un alzamiento palestino espontáneo, aplastado en seis meses por el yishuv, mientras las fuerzas armadas británicas mantenían cercada la zona, garantizando que ningún ejército árabe pudiera intervenir. A su partida, se declaró el Estado de Israel y se lanzó un ataque postrero contra los ejércitos árabes. Superados en número y en artillería por las Fuerzas de Defensa de Israel, fueron derrotados por completo hacia principios de 1949, con una excepción, que constituyó la condición del triunfo judío. El verdadero plan de partición había precedido al plan simulado. Doce días antes de la resolución de las Naciones Unidas, la dirección sionista había ofrecido un pacto secreto a la monarquía hachemí de Jordania, entregándole Cisjordania a cambio de disfrutar de carta blanca en el resto de la región, dado que ambas partes estaban decididas a adelantarse a cualquier posibilidad de un Estado palestino (12). Jordania era un Estado cliente de Gran Bretaña, país que había dado su consentimiento al plan. Cuando estalló la guerra, el rey Abdullah se apoderó en el momento justo de su botín y dejó que sus aliados se las apañaran solos. Israel salió de la guerra con un territorio en sus manos mucho más vasto del que le concedían las Naciones Unidas, mientras que Jordania se anexionaba Cisjordania.

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»En el transcurso de las dos oleadas bélicas entre noviembre de 1947 y marzo de 1949, pero sobre todo durante la primera, los ataques judíos expulsaron de Palestina a más de la mitad de la población árabe: cerca de 700.000 personas. Desde la mitad de la década de 1930 en adelante, el sionismo, tácitamente, había dado por sentada la evacuación de árabes del territorio que había elegido a través de la expulsión forzosa, puesto que la presencia de éstos resultaba incompatible con el Estado nacional homogéneo al que aspiraba, y para entonces estaba claro que no había ninguna posibilidad de comprar su claudicación. Extraoficialmente, sus dirigentes no se andaban con reparos en lo que a esta lógica se refiere (13).
»Cuando se presentó la ocasión, la aprovecharon. Las huidas árabes locales los ayudaron, pero el miedo que las impulsaba iba en función de las matanzas y de las expulsiones de la guerra librada por los altos mandos sionistas, en la que la masacre, el pillaje y la intimidación eran instrumentos de una política dirigida a propagar el terror entre la población escogida como blanco. La guerra de independencia judía desencadenó una impresionante operación de limpieza étnica, sobre la que ha descansado Israel en tanto que Estado desde entonces. Las expulsiones se llevaron a cabo en las típicas condiciones de Nacht und Nebel –al amparo de la oscuridad militar– en las que se cometieron prácticamente todos los crímenes de estas características en el siglo XX. Los vencedores idearon una peculiar serie de eufemismos, deconstruidos por Gabriel Piterberg más adelante en estas páginas, para ocultar el destino de los palestinos. La evacuación no fue exclusivamente de personas. Se expoliaron tierras y propiedades a una velocidad y a una escala nunca antes alcanzadas por ningún colono en la historia colonial. A principios de 1947, los judíos poseían el 7 por 100 de la tierra de Palestina. Hacia finales de 1950, se habían apropiado del 92 por 100 de la tierra dentro del nuevo Estado –incluidos en este botín casas y edificios de todo tipo (14)–. Apenas quedó un pequeño núcleo irreductible de 160.000 árabes, como refugiados internos dentro de Israel». (Perry Anderson, «Precipitarse hacia Belén»).

Notas:

(11) Entre otros bonitos detalles, Liberia –en origen, otro Estado de colonos creado a iniciativa estadounidense– fue informada de que se la sometería a un embargo de caucho si se atrevía a votar contra el plan de las Naciones Unidas. Los jueces del Tribunal Supremo Murphy y Frankfurter –nada menos– metieron en cintura a las Filipinas. Bernard Baruch cambió de posición ante la amenaza de que Francia se vería privada de toda la ayuda estadounidense si votaba en contra de la partición. El embajador cubano informó de que un país latinoamericano –posiblemente la propia Cuba, convertida por Truman en blanco de presiones prioritarias unos días antes («Cuba no jugará todavía»)– había recibido 75.000 dólares a cambio de su voto. Véase Michael COHEN, Palestine and the Great Powers, 1945-1948, Princeton, 1982, pp. 294-299. Cohen observa que los sentimientos de condolencia suscitados por el judeicidio no eran suficientes para la aprobación de la resolución de las Naciones Unidas: «Sería gracias a factores más mundanos que se obtendrían a última hora los votos adicionales que hacían falta».
(12) Véase el relato de Avi SHLAIM en Collusion Across the Jordan: King Abdullah, the Zionist Movement and the Partition of Palestine, Nueva York, 1988, pp. 110-116. Abdullah cobró por su connivencia en efectivo, después de haber señalado a un emisario de la Agencia Judía que «quien quiere emborracharse no debería contar los vasos», refiriéndose –tal y como lo expresa Shlaim– a que «aquel que quiere un Estado tiene que hacer las inversiones necesarias», op. cit., pp. 78-82.

(13) Las intenciones privadas y las declaraciones públicas desde el principio no concordaban. Ya en 1895, Herzl anotaba en su diario: «Intentaremos hacer que la población pobre se desvanezca al otro lado de la frontera, procurándole empleo en los países de tránsito y negándole simultáneamente cualquier tipo de empleo en nuestro país… Tanto el proceso de expropiación como el de erradicación de los pobres deben ser llevados a cabo discreta y circunspectamente». En 1938, Ben Gurion declaró al Ejecutivo de la Agencia Judía que no veía nada malo en la idea de «traslado obligatorio» de la población árabe, dando la siguiente explicación: «estoy a favor de la partición del país porque cuando, después de la fundación del Estado, nos convirtamos en una poderosa potencia, aboliremos la partición y nos extenderemos por toda Palestina». Para 1944, este hombre de Estado estaba previniendo a sus colegas de que sería impolítico hablar del «traslado» públicamente, «porque [nos] perjudicaría de cara a la opinión pública mundial», dando «la impresión de que no hay sitio en Palestina sin expulsar a los árabes» y empujando, así, a «los árabes a alzarse» en rebelión. Ante lo cual, Eliahu Dobkin, un colega Mapai, agregó tajantemente: «Habrá en el país una gran minoría [árabe] y habrá que expulsarla. No hay lugar para las inhibiciones internas por nuestra parte [en esta cuestión]»: véase Benny MORRIS, «Revisiting the Palestinian exodus of 1948», en Rogan y Shlaim, eds., The War for Palestine, Rewriting the History of 1948, Cam- bridge, 2001, pp. 41-47. [El Mapai era el principal partido del yishuv, fundado en 1930 por David Ben Gurion para dar forma política y organizativa a la facción socialista dominante del movimiento sionista; constituye pues un antepasado directo del Partido Laborista. (N. de la T.)] 14 Baruch Kimmerling, Zionism and Territory: The Socio-Territorial Dimension of Zionist Po- litics, Berkeley, 1983, p. 143.

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