Desde hace al menos dos décadas, con el florecimiento de lo que se denominó la historia Atlántica, se desencadenó un impulso hacia las investigaciones de cuestiones relativas al desarrollo de la historia de la ciencia en contextos coloniales y cómo esos avances científicos se dieron al amparo de la expansión imperialista europea.
Todo ello nos ha llevado a entender mucho mejor la historia de la ciencia moderna. La mayoría de esos trabajos, como afirma Antonio Sánchez Martínez, ofrecen hoy un panorama innovador sobre la compleja relación que existe entre conocimiento y poder, ciencia e imperio, con anterioridad a la aparición del Estado Nación y la profesionalización de las disciplinas científicas.
El imperio español sujeto a las instituciones que Carlos V y Felipe II cimentaron, construyó un nuevo tipo de empirismo subordinado tanto a la exploración de un Atlántico desconocido como al reconocimiento de un nuevo continente, el Nuevo Mundo. Este universo Atlántico impulsó y reguló el desarrollo de las prácticas empíricas, observaciones y experiencias de un grupo de marinos y hombres de ciencia que viajaron de manera constante por el Nuevo Mundo. Ahora bien, estos viajes y expediciones quedaron sometidos a los deseos de la Corona por disciplinar la experiencia.
En general, este proceso de observar, experimentar y representar el mundo atlántico potenció el desarrollo de la ciencia moderna.
La Armada y sus ingenieros fueron protagonistas esenciales del proceso. Desde el siglo XVIII se había formalizado un cuerpo de ingenieros militares que se constituyeron en un cuerpo técnico militar científico al servicio de la Corona y que pretendieron oficializar las funciones asignadas a los técnicos de la época.
Desde los primeros años de funcionamiento de este cuerpo se dieron muestras importantes de su labor, siendo los responsables de mantener y consolidar las relaciones de dominio sobre los territorios coloniales. Participaron en las experiencias científicas del momento en perfecta consonancia con sus colegas de otras potencias, en ocasiones enemigos según las coyunturas políticas.
De hecho, las expediciones científicas de los rivales siempre fueron respetadas y apoyadas, si tenemos en cuenta el valor que le daban a la ciencia y lo comprometidos que estaban con el desarrollo de la misma, unos y otros, compartían el interés por el conocimiento y este impulso a pesar de las rivalidades era compartido.
En este contexto, queremos hoy resaltar una singular expedición científica que se vivió en nuestra América Hispánica. La expedición capitaneada por el médico alicantino Francisco Javier Balmís (1753-1819), que estuvo destinada a difundir el uso de la vacuna contra la viruela. Por cierto, un acontecimiento bellamente novelado por la escritora dominicana Julia Álvarez en su libro titulado Para Salvar el Mundo, donde además de recrear los entresijos de la expedición hace un homenaje a la labor de Isabel de Sendales y Gómez, mujer que acompañó al grupo de niños huérfanos que participó en la expedición portando el virus, rinde con ello un justo homenaje al rol de las mujeres en los avances científicos, porque no debemos olvidar que la ciencia hasta hace muy poco tiempo siempre se representó en hombres.
La viruela fue una epidemia vírica de las más letales que existían y atacaban, como el actual coronavirus, a todas las clases sociales. Además de su letalidad, la epidemia pasó a la historia porque por ella se descubrió la primera vacuna contra un virus. Este invaluable avance médico se debió al médico británico Edward Jenner que lo consiguió en el año de 1796.
El siglo XVIII fue especialmente terrible, ya que la viruela literalmente diezmaba a poblaciones enteras. En ese tiempo, en una España asolada por la epidemia murieron varios hijos del rey Carlos IV, quien se mostró sensible a todas las novedades y avances respecto del conocimiento científico de la misma. Por esta razón apoyó con determinación la expedición científica propuesta por Balmís.
En 1802 se desencadenó en el virreinato de Nueva Granada (actuales Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela) una epidemia de grandes proporciones que causó una elevada mortalidad y sumió a su sociedad en una gran desesperación. Ante tan catastrófica situación España reaccionó con relativa prontitud, y en menos de ocho meses logró aprestar una expedición científica con el objetivo de enviar la vacuna a América. Desde luego, la iniciativa se enmarcó en una política característica del siglo XVIII destinada a impulsar el conocimiento científico.
Finalmente, la corbeta María Pita, partió del puerto de la Coruña en 1803 con el médico alicantino Francisco Javier Balmís al frente de la Real Expedición Filantrópica, que enfrentaba el reto de llevar la vacuna en condiciones de ser usada, a América y Asia. Se recurrió a un método primario pero ingenioso. Reunieron un grupo de 22 niños a los que se inoculaba el virus por parejas, cuando desarrollaban la enfermedad moderadamente, se le inoculaba a otra pareja y así sucesivamente durante toda la travesía. A través de esta cadena humana de infantes, el fluido llegó en perfectas condiciones a América y después a las islas Filipinas.
Tras su llegada a Venezuela, en marzo de 1804, la expedición se dividió en dos para multiplicar el resultado. Balmís se encaminó hacia México, donde aplicó la vacuna, y con posterioridad la llevó a Filipinas. El otro médico acompañante de la expedición, el catalán Salvany se encaminó hacia América del Sur llegando incluso al alto Perú (Bolivia). El gran aporte de esta Expedición Filantrópica, en realidad, no consistió en llevar por primera vez la vacuna contra la viruela, que ya había llegado por la vía del contrabando a algunos puertos del continente, sino en regular su difusión por la vastedad de su geografía. En toda América entonces se crearon juntas encargadas de asegurar la conservación del preciado remedio y su difusión por todo el territorio.
La viruela es la única enfermedad contagiosa que la humanidad ha conseguido erradicar, gracias a campañas masivas de vacunación llevada a cabo por la Organización Mundial de la Salud durante el siglo XX. Costó más de un siglo derrotarla.