El exmilitar era considerado como “amigo de los amigos”, concepto que aprendió en los ranchos de tabaco
Todavía hay gente que cree que a Enrique Blanco lo mató Delfín. Pero ven acá… ¿Y quién podía con ese hombre? Nadie conocía mejor la tierra negra del arado que Enrique. Cada mañana tenía que atravesar los surcos que peinaban conucos donde Genjo, su padre, con los jarretes repletos de lodo, sembraba, una a una, las matitas de tabaco. Eran las nueve en punto cuando Enriquito llegaba con el café en una botella chata de ron, siete trozos de yuca y cuatro huevos fritos en manteca de puerco. Ni Genjo ni su hijo se distinguían en aquellas tierras. Eran tan negros como el arado y como los primeros viejos que se escondieron en Don Pedro y Pontezuela huyéndole a los perros y arcabuces de los colonizadores.
Ni Chingo, ni Churo, ni Chu, sus hermanos, tuvieron el espíritu tan fuñón como Enriquito. Por eso dejó el campo y se enganchó en La Guaidia cuando se fueron los americanos y Horacio Vásquez necesitaba reforzar su maquinaria represiva pa’ poner en cintura al primero que se pasara de la raya y asegurarse su reelección.
Y desde que entró al cuartel se le notó enseguida que “el greñú cibaeño” no era fácil. Le apodaron “el cabo” y comía más que una nigua. Hacía la fila tres veces hasta comer como “come un hombre”.
Para el 1932 ya tenía siete años con el uniforme kaki y conocía la menéutica, con su rutina y mañas. Ya sabía quienes eran los adulones, los mañosos, los “jaraganes”, los babosos, los allantosos, los hijoeputas, los asesinos, los pendejos, los hijos de papi, los chivatos, los limpiasacos, los maricones y los que no servían pa’ na. Manejaba el Máuser y el 38 Smith and Wesson con la misma puntería que tenía con la cuchara, que nunca fallaba al entrar en la boca, hasta con los ojos cerrados.
Era amigo de los amigos, un principio de protección y dignidad que aprendió en los ranchos de tabacos de Tamboril y Licey. Por eso tenía al raso Antonio en la mira cuando lo sorprendió haciéndose el chulón con Venecia, una mulata que ya él le había “tirao el ojo” en un bar, por los lao del cementerio, camino a Villa Mella.
Antonio, que era un avivato, le hacía jugadas sucias para que en los días libres a Enrique lo dejaran acuartelao y no pudiera ver a su Venecia. El día que Enriquito se dio cuenta de la traición de Antonio le dio un culatazo que le puso la cara como un retrato de Picasso y el patio, debajo de la bandera, se llenó de curiosos.
Le costó al “cabo”, a partir de ahí, ocuparse de algunos casos pendientes con algunos horacistas que había que quitar del medio. Hasta ahí llegó Enrique Blanco. Salió a las cinco de la mañana en su rucio y llegó a las once de la noche a su casa. Su fuga lo trasladó hasta su campo y se convirtió en un horacista más que había que cazar.
Ya en el Cibao se sabía que La Guardia andaba atrás de él y él también.
Discretamente entró, una prima noche de luna, en la pulpería de Alfredo, un compadre de don Genjo. Pidió pan, queso blanco, ron Caballito, fósforos y unos cuantos pachuchés. Alfredo Cruz envolvía y despachaba el pedido con la lentitud de una baboza en el verano y “sin que Enrique se diera cuenta” le ordenó a su hijo, en la parte atrás, que avisara a Pedro Pérez, el alcalde pedáneo. Alfredo le ponía conversación de una manera sospechosa para retener al joven prófugo. Como a eso de las ocho de la noche, el “chicharreo” de los grillos se calló y surgió, desde atrás de la mata de jobo de la entrada de la pulpería, una voz que gritaba:
-Enrique, sabemo que tu tahí. Entriéguese y no le va a pasai na. Los ocho acompañantes del alcalde se apretujaron detrás del jobo, puñal en mano. De repente se oyó un tiro en la pulpería.
-Si utede tienen loj caisone bien pueto, vengan a bucaime. Pero nadie oyó lo que dijo. La patrulla había salido juyendo con el estruendo del balazo de Enrique Blanco. A Alfredo le dio una churria instantánea que no pudo contener. Enriquito metió en su macuto, tejido con hoja de cana, la mercancía del mostrador y se perdió en la noche pitando un corrido mexicano.
En otra ocasión lo chivatearon… que lo habían visto entrar en el rancho del conuco de los Almánzar por la carreterita de los Hernández. Memecio el alcalde buscó a dos guardias al cuartel de Tamboril, donde ahora vive Democles, y cuando se acercó al rancho, una bala zumbó frente a su frente. Fue lo último que oyó en su miserable vida. Los guardias tiraron las carabinas que pesaban más que ellos y se espantaron como guineas de cacería.
Cuando se topó con Ramón Mota, un amigo de infancia, ya este había recibido su lavado cerebral en su crecimiento y era otro. Ya no era agricultor. Como chofer se ganaba la vida y ejercía su adulonería como una profesión lucrativa. La Policía se beneficiaba de sus servicios que él ofrecía “gratis” pero a cambio de que le dejaran pasar sus abusos, como jodiendas de sus adversarios. Enrique se la llevó, por esa astucia que siempre le fue fiel. Al encuentro acordado, Mon Cigarro llevaba cinco policías armados hasta los dientes y muelas. Un solo tiro, en la misma ruta de las cucharas de moro que tanto le gustaba, dejó a Mon tieso en un charco de sangre, cuyas salpicaduras no tuvieron tiempo de alcanzar al resto de la pandilla.
Después que el sargento Teodoberto Castro se cansó de perseguirlo por todas las jurunelas de Gaspar Hernández, se descuidó y una noche oscura, de cocuyos y chicharras, se detuvo con su pequeña tropa a orillas del Camú. Allí juntaron leña y con tres piedras hicieron un fogón para el café. El único que fumaba era Teodoberto que oía los cuentos mal contados de Juan Bobo y Pedro Animal cuando el raso Perucho, desdientao y bizco, se reía más que lo que contaba. Una bala frontal le apagó el cigarro al sargento. El resto saltó a sus caballos y, al pelo, llegaron hasta el cuartel. Desde la Capital llegó el aviso que se regó como rio de aguacero. Trujillo ofrecía dos mil caña por Enrique Blanco más el rango de teniente a cualquiera, civil o militar, que “terminara con el relajo”.
Las guaimamas que calzaba Enriquito se desclavaron y por más amarres que les dio, tuvo que botarlas. Todavía le quedaban cachazas de cuando recorría descalzo los surcos y las espinas de cambrones se rompían sin lastimarlo.
La Guardia de la Fortaleza San Luis mandó a buscar un brujo a Montecristi que decía que lo agarraba. Le dieron lo que pidió: diez caballos negros y diez guardias de los mejores. Los vistieron de blanco y salieron como jinetes apocalípticos detrás de Enrique.
Enrique visitaba a Domitila en el callejón de los Amaro de Guazumal para comerse, a escondida, un buen chambre de frijoles verdes con carne de puerco, dormía en un rancho del platanal de Panchito Polanco y en los de Mario Hernández por los laos de Porfirio Almánzar. Una noche que quiso visitar los suyos, olió la emboscada del brujo montecristeño, dio una vuelta por detrás de la escuela de Cheíta y se acostó detrás de unos arbustos de “zapatico”. Metió la mano con su revolver y cuando el brujo se encontraba a unos 40 metros de su matorral, apretó el gatillo y el farsante de turbante rojo se fue hacia atrás con los brazos en cruz. Los guardias que le seguían dieron media vuelta y no dejaron el polvazo por una jarina que había caído en la tardecita, pero desaparecieron como si fuese el último acto de magia del cabecilla de la patrulla disfrazá.
En octubre de 1936 supo que habían matado a Ramón Eugenio y a Jesús María, dos de sus hermanos y la rabia lo cegó. Determinó que nunca se entregaría. Días más tarde apareció baleado el raso Julio Antonio alias Chingo con varios balazos. Lo habían amarrado en un bejucal del patio de la familia Gutiérrez. Chingo se había enganchao a La Guardia y estaba de puesto en Pedernales. El coronel Joaquín Cocco, hijo, pidió su traslado para Santiago y le ordenó la persecución y muerte de Enrique Blanco. Chingo se negó a matar a su propio hermano. Le quedaba suficiente dignidad y coraje para no cometer un acto vil, repugnante y traicionero. A finales de octubre supo Enriquito del asesinato de su padre. Se sintió sin amparo y solo, en este mundo cruel y sin sentido.
El 24 de noviembre de 1936, justo cuanto Trujillo andaba pa’rriba y pa’bajo en sus afanes reeleccionistas, recibió la noticia en el Centro de Recreo que “el hombre taba cogío”. Eso le dio más fuerza para felicitar a Tomás Morel quien había leído, segundos antes, su apoteósico poema sobre Santiago y su renacer en el progreso y la fuerza campesina de su Cibao.
Enrique Blanco mató al raso Tulín, el Burro, cuando pasaba por una cañada del río en El Aguacate. El guardia se parecía como dos gotas de petróleo a Enriquito quien tuvo la idea de cambiarle, en su cartera, el carnet de militar. También cambió de remúa.
Cuando se disponía a montarse en el mulo del muerto apareció Delfín Álvarez, un campesino joven que se puso blanco como una garza al descubrir sin querer la escena del crimen y con Enrique con cara relajada y sonreído, vestido con el uniforme de Tulín. Delfín le pidió: “no me mate que tengo un hijo pequeño”.
Enriquito tiró par de chuipes con los labios al tiempo que negaba con la cabeza. Sacó el revolver del guardia, tiró un tiro pa’rriba y lo agarró por el cañón para dárselo al asustado joven.
-Ve donde el aicaide y dile que Enrique Blanco taba duimiendo y que tu le dite un tiro con su propio jierro. Ello te van a dai do mil peso oro y te van a enganchai como teniente a la guaidia. Ve y hate ei guapo.
Enrique Blanco cogió el camino hacia el oeste, vigilado por el Diego de Ocampo, hasta llegar, cerca de la madrugada, al poblado de Hincha. Nunca más se supo de él. Cuando vio la foto de Tulín exhibido por La Guardia, se sonrió, sin que nadie lo viera.