Umberto Eco era al parecer partidario de los juguetes bélicos. Lo dijo claramente, si acaso no entendí mal, en una “Carta a mi hijo” que forma parte de un libro titulado “Segundo diario mínimo”
A su hijo le regalaba en Navidad, según sus propias palabras, todo tipo de fusiles. Fusiles “De dos cañones. De repetición.
Metralletas. Cañones. Morteros. Sables. Ejércitos de soldaditos en formación de guerra. Castillos con puentes levadizos. Fortines que asediar. Empalizadas, polvorines, acorazados, reactores.
Ametralladoras, puñales, pistolas de tambor. Colts, Winchesters, rifles, Noventa y uno, Garlands, obuses, culebrinas, pasavolantes, arcos, ondas, ballestas, balas de plomo, catapultas, faláricas, granadas, mespadas, bicheros, arpones, alabardas y garfios de abordaje… Armas, en fin -dice Umberto Eco a su hijo-muchas armas, sólo armas. Esto te traerán tus Navidades”.
Umberto Eco confiesa, sin ningún asomo de pudor, que tuvo una infancia violenta, casi exclusivamente bélica:
“…disparaba entre los arbustos con cerbatanas hechas en el último momento, me acurrucaba detrás de los pocos coches aparcados, abriendo fuego con mi fusil de repetición, guiaba asaltos de arma blanca, me perdía en batallas sangrientísimas. En casa, soldaditos. Ejércitos enteros, ocupados en estrategias enervantes, operaciones que duraban semanas, ciclos larguísimos en los que movilizaba incluso los vestigios del oso de peluche y las muñecas”.
El hombre que surgió de esa brutal carnicería resultó ser, sin embargo, un pacifista, que no tocó un fusil de verdad ni siquiera durante los dieciocho meses de servicio militar, un hombre que dedicó las largas horas de cuartel a estudios filosóficos, alguien que odió las armas toda la vida, las armas y el militarismo y las guerras… Todo lo anterior parecería, pues, una paradoja, un contrasentido, o quizás una excepción a la regla. Pero Umberto Eco lo explica de otra manera:
Su muy “profundo, sistemático, culto y documentado horror (…) hacia la guerra” lo atribuye Umberto Eco “a los sanos e inocentes desahogos, platónicamente sangrientos, que se (le) concedieron en la infancia, tal y como se sale de una película del Oeste (después de una pelea solemne de esas que hacen que se caigan las paredes del saloon, en la que se revientan las mesas y los grandes espejos, se dispara sobre el pianista y se hacen añicos los cristales), más limpios, buenos y relajados, dispuestos a sonreír al transeúnte que te golpea con el hombro, a prestar socorro a los gorrioncitos caídos del nido…”.
Umberto Eco piensa que una mente retorcida como la de Eichmann y otros muchos como él es el producto quizás de la represión de ciertas energías vitales juveniles, del hecho de que no desahogará lúdicamente el natural instinto agresivo que caracteriza a los llamados seres humanos. Le parecen más perniciosos ciertos juegos instructivos que los juguetes bélicos y al pensar en Eichmann, en la infancia de Eichmann, se lo imagina “Encorvado, la mirada de contable de la muerte, sobre el rompecabezas del mecano, siguiendo las instrucciones del manualito; ávido al abrir la caja variopinta del pequeño químico; sádico al disponer sobre madera prensada sus utensilios de alegre carpintero con su cepillito de un palmo de ancho y su sierra de veinte centímetros”.
“¡Temed a los jóvenes que construyen pequeñas grúas! -dice Umberto Eco- En sus frías y retorcidas mentes de pequeños matemáticos se están comprimiendo los complejos atroces que agitarán su edad madura. ¡En cualquier pequeño monstruo que acciona los cambios de vía de su ferrocarril en miniatura (ve) al futuro director de campo de exterminio! Pobres si aman las colecciones de pequeños cochecitos, que horrendamente la industria del juguete les proporciona en una imitación perfecta, con maletero que se levanta y ventanillas que se bajan-¡terrorífico, terrorífico juego para futuros sargentos de un ejército electrónico que apretarán sin pasión el botón rojo de la guerra atómica”.
Lo peor que se puede imaginar, sugiere Umberto Eco, es el juego del monopolio, un juego que permite, a su juicio, identificar desde temprana edad “A los grandes especuladores inmobiliarios, a los artistas del desahucio en pleno invierno”. El infame monopolio forma o más bien deforma la personalidad, acostumbrando a sus adictos “a la idea de la compraventa de inmuebles y de la cesión despreocupada de paquetes de acciones. Los papá Grandet de hoy en día, que han mamado el gusto de la acumulación, y de la ganancia en bolsa…”.
En este punto, y siguiendo la misma lógica de Umberto Eco, surge una duda y uno podría preguntarse si ese tipo de juego no podría tener un efecto parecido al de los juguetes bélicos y en vez de dar origen a futuros especuladores los convirtiera, por ejemplo, en socialistas utópicos o socialdemócratas por lo menos.
Al margen de esta posible contradicción, Umberto Eco arremete sin piedad contra las “muñecas americanas que hablan y cantan y se mueven solas; autómatas japoneses que saltan y bailan sin que la pila se gaste nunca; automóviles con mando a distancia cuyo mecanismo se ignorará por siempre…”.
A continuación vuelve al tema inicial y le explica a su hijo lo siguiente:
“… te regalaré fusiles. Porque un fusil no es un juego. Es el punto de partida de un juego. De ahí tendrás que inventar una situación, un conjunto de relaciones, una dialéctica de acontecimientos. Tendrás que hacer pum con la boca, y descubrirás que el juego vale por lo que le pones dentro, no por lo que encuentras ya confeccionado. Imaginarás que destruyes enemigos, y saciarás un impulso ancestral que ningún incordio de civilización conseguirá ofuscar jamás, a menos que no te convierta en un neurótico dispuesto al examen empresarial a través de Rorschach. Pero te convencerás de que destruir a los enemigos es una convención lúdica, un juego entre los ejércitos, las bombas, los reclutamientos obligatorios…”.
Lo que dice Umberto Eco es que un niño sabe o aprende en definitiva a distinguir en el juego lo que es real o ficticio y que un juguete bélico no lo convierte en criminal. Lo importante, quizás, no es negarle el juguete bélico sino educar sus sentimientos. Enseñarle a no disparar, por ejemplo, contra los indios o los vietnamitas o los mejicanos, a distinguir entre invadidos e invasores, a tomar partido a favor de la justicia.
En alguna parte leí que muy probablemente Al Capone nunca tuvo un revolver de juguete. Quizás ninguno de los tantos autores de las tantas masacres que se han producido y producen en los Estados Unidos tuvieron nunca en su manos una inocente pistola de juguete para exorcizar sus demonios, para desplazarse lúdicamente entre la realidad y fantasía, para aprender a eliminar imaginariamente a sus enemigos, exterminarlos por una vía “platónicamente” sangrienta. Algo que los preparara para que el día en que tuvieran en sus manos un arma de verdad se dieran cuenta de que no era un juguete.