Hilario sacó de la Biblia los versos más luminosos para calmar sus ovejas, lo que consiguió mejor con su coro
Para la fecha en que el padre Hilario regresaba de Roma, tomó el único camino que no llega hasta allí: el de vuelta. Traía en sus petacas ropas, libros y un pergamino especial: su diploma Máster Cum Laude en música sacra. El país giraba en una vorágine sin rumbo, golpeado por un ciclón político. Hacía un año que Trujillo fue echado a puro plomazo de su infierno personal y todavía seguía dominado por sus guachimanes.
La propia Iglesia Católica se vio envuelta entre privilegios y complicidades de la Era, que no acababa de irse, con los que Hilario no comulgaba.
Fueron muchos los libros en italiano que Hilario leyó y seguro se quedó dormido en los de Domenico Bartolucci, quien fue uno de sus principales profesores. Tocó todos los instrumentos, conversó largamente con Michelangelo Buonarroti, se paseó en góndola por Venecia, conoció a todas las madres superioras, a todas, atravesó Europa entera a lomo de burro, dando conciertos con un laud y recitando de memoria los versos del poema del Mio Cid y El Infierno de Dante. Fue perseguido por hordas que marchaban en Cruzadas hacia Tierra Santa, casi lo quema el suspiro de un dragón maravillado por sus melodías hasta que despertó.
Entonces hubo un émulo al Quijote y el coro de la Capilla Sixtina de Bartolucci tuvo una prolongación en la ciudad de los 30 caballeros con el nombre de Orfeón de Santiago, justamente el día que los guloyas de San Pedro de Macorís salían alborotados por todos los barrios llenos de cincuenta mil colores, montón de espejos, quizás los mismos que trajo Colón para convertir a los indios vivos en cristianos muertos; llenos de plumas de pajuil en un rito mundano, reivindicando nuestros orígenes paganos en un 29 de junio, una paradoja que Dagoberto Tejeda llama sincretismo afro para celebrar la fiesta de San Pedro y San Pablo.
César se radicó en Pueblo Nuevo, porque allí vivían los pobres más pobres del pueblo. En ese entonces no existía ni Cienfuegos, ni Pekín, ni Vietnam.
En Pueblo Nuevo se radicaban los más radicales, porque eran los más sufridos, aun más que los policías del cuartel que recibían lluvias de piedras y no podían pedir refuerzo, porque allí no entraba ninguna perrera, aquellas guagüitas odiosas de la Policía.
Y César Hilario sacó de la Biblia los versos más luminosos para calmar sus ovejas, lo que consiguió mejor con su coro. Lo que nunca pudo explicar fue cuando le preguntaron en un catecismo si los dos dinosaurios que entraron al Arca de Noé se habían comido al resto de animales.
Hay que decirlo, el Padre Hilario es de los pocos que creen en el Paraíso Terrenal y sus prédicas han sido consecuentes con ese pensamiento, lo que lo ha metido en líos con su propia Iglesia a la que ha criticado por solo hablar de los pecados de la clase baja y los grandes de la clase alta, son cables de alta tensión.
Porque Hilario es un padre jodón, como lo es Frei Betto y Leonardo Boff de Brasil desde que la Teología de la Liberación puso patas arriba todo el elitismo cristiano. Prefiere reburujarse con la gente del barrio Nibaje, de la capilla del Niño de Atocha, que van buscando luz, principalmente cuando hay apagones.
A Hilario le interesa lo justo y la paz, por lo que su Orfeón ha funcionado, porque la música sacra saca a uno de malos pensamientos, calma la soberbia, crea conciencia de un mundo mejor y posible y, sobre todo un mundo más alegre. Una alegría que él ha distribuido en cada rincón con las voces de su fanfarria, que empezó con un gran concierto en la Iglesia Mayor. Ese equipo no tiene importados, todos son criollos, incluyendo las mellizas de la percusión, que le dan el toque de tambora a un “compadre Pedro Juan” medio apambichao.
Gracias al Padre Hilario, Santiago cuenta con uno de los elementos culturales más importantes en un momento que la propia Iglesia Mayor ha tenido que guarecerse con verja que la proteja de los pecados callejeros del itinerante hambriento, un momento en que preferimos mantener el “Museo del Celular” del lado del Centro de Recreo, antes que restaurar el de Tomás Morel.
La Moca de los años 30 tenía la fama de rebeldía como lo demostró la familia Bencosme, con Cayo Báez, quien mostraba las huellas en su geografía corporal de magullones y cicatrices como expresión del rechazo a la ocupación del 16, rechazo a lo arbitrario y a la usurpación. El padre de César no estuvo ajeno a lo que ocurría en su tierra y en América. Son los años en que en Nicaragua, César Augusto Sandino, con un revolvito, a lo Cisco Kid, se atrevió a desafiar a los Somoza. De ese tormento heredamos nosotros el nombre de un equipo de pelota por influencia de Ercilia Pepín y los dos primeros nombres del padre Hilario: César Augusto.
La guerrilla de César Augusto Hilario la emprendió con una sotana de “corte impecable y ajuste perfecto” de la Sastrería Rey de la Restauración, a base de un arsenal de canciones prestadas a su antiguo profesor y a la creación y adaptación de muchas otras con sabor a Cibao. Me lo dijo Adela y Reynaldo Peguero.
Él ha dicho que no es nadie sin el Orfeón y nosotros pensamos que Santiago sin Hilario y su Orfeón no sería igual. Porque los pueblos son su gente y más aquellos que los aman y alegran…como César.