De no haber sucumbido la madrugada del 13 de julio del 2004 ante una diabetes que le perturbó durante dos décadas, el poeta y periodista Enriquillo Sánchez habría cumplido 72 años en este mes de agosto. En 1993, a propósito de su cumpleaños, convocó a un compartir en su apartamento de la calle Federico Geraldino a sus colegas Alfonso Tejeda (Fonchi), Aristófanes Urbáez y a quien escribe, con las exquisitas atenciones de su adorada hermana María Trinidad Sánchez Mulet (Mery), junto a los demás miembros de la familia. El tema obligado fue su novela Musiquito: Anales de un déspota y un bolerista, publicada ese año por la Editora Taller con los auspicios de la Fundación Brugal.
Enriquillo relata en la novela cómo Porfirio Funess, “el déspota lascivo”, fatigado de la parranda perpetua, abrumado por el peso de la gloria que era el de sí mismo, decidió abolir la República un martes de carnaval. “Lo cierto era que quería abolir la realidad”, expresa el texto. Funess, de manera funesta, deseaba “proscribirlo todo para quedar como Emperador de la Nada y Déspota del Vacío, acaso durante unos meses egregios y solitarios únicamente, en los que pensaba sin dudas recuperarse del hastío, de la perfidia del beso que nunca recibió bajo la luna y de la frase que jamás escuchó de labios de Jacinto Aguasvivas, el mañoso bolerista de la patria”.
No sé cuál fue la dedicatoria que rubricó el anfitrión en los ejemplares de Musiquito que entonces obsequió a Fonchi y a Babú, como llamaba jocosamente a Urbáez. En el mío reza: “Para Frank Núñez, mi hermano, con el afecto y la admiración de Enriquillo Sánchez”. No vacilé en agradecerle tal distinción. En estos días de transición y coronavirus, recordamos al amigo ido a destiempo por el despropósito del actual ministro de Cultura, quien sustituyó el nombre del auditorio del organismo con el que se le honraba por el de Juan Bosch, quien tanto le admiraba. Llevamos años diciendo que ese “ministerio” no pega una.