El plan era sencillo. Transportar las armas del hidroavión al muelle con ayuda de la tripulación y unos cuantos voluntarios, mientras el comando de acción sometía a las autoridades, tomaba el pueblo, la oficina del telégrafo, que era lo más importante. A nadie se le ocurrió pensar que poco tiempo más tarde el grupo regresaría de manera atropellada y que el desembarco en Luperón se convertiría en un desastre monumental.
El traslado de las armas se inició de inmediato. No había tiempo que perder y no lo perdieron. Cuando el comando se hiciera dueño de la plaza las armas debían estar en el muelle y desde allí partirían en cualquier vehículo disponible hacia el lugar donde supuestamente los esperaban los hombres del Frente Interno.
«Algunos de los habitantes de Luperón que todavía quedaban en el muelle se prestaron como voluntarios a ayudarnos en dicha tarea. Es más, sin su colaboración nosotros cuatro no hubiéramos podido llevarla a feliz término. Así es que nuestra labor se circunscribió a dirigir los trabajos de descarga. Las armas fueron colocadas en el piso de madera del muelle en la medida en que iban siendo sacadas del hidro-avión. Cuando más de la mitad de los pertrechos habían sido desembarcados se oyó en el pueblo el tableteo de las ametralladoras y el estruendo de algunas granadas de mano».(1)
Parecía que todo procedía como se había planeado y que el comando de acción se encaminaba a cumplir con sus objetivos. Los tiros entonces arreciaron y se escuchó la explosión de varias granadas. De repente se apagaron las luces, todas las luces del pueblo. Tulio Arvelo trató de hablar con Hugo Kunhardt por medio de un intercomunicador portátil, posiblemente un walkie-talkie de corto alcance, pero no logró establecer comunicación.
Las luces del Catalina permitieron continuar momentáneamente con el traslado de las armas, pero muy pronto los hombres de la avanzada comenzarían a volver, tres de ellos en condiciones deplorables.
El primero en regresar, o que más bien regresaron, fue Hugo Kunhardt.
Tulio Arvelo escuchó «que alguien dijo: “Abran campo que traen un herido”. Efectivamente a poco algunos de los voluntarios depositaron en el suelo el cuerpo herido de Hugo Kundhart.
»Como la labor de desembarque ya estaba casi terminada me ocupé en atender al compañero. Este estaba en su conocimiento y me dijo que había sido alcanzado por una bala en la parte derecha del vientre. Lo palpé y pude percatarme de la gran cantidad de sangre que estaba perdiendo. De inmediato entre José Rolando y yo lo trasladamos al interior del Catalina y lo pusimos en manos de Salvador Reyes Valdés quien era casi médico y tenía los medios para atenderlo en la medida de nuestras posibilidades.
»No habían pasado cinco minutos de este doloroso incidente cuando anunciaron que traían otro herido. Esta vez se trataba de Alberto Ramírez, uno de los nicaraguenses que llegó cadáver a nuestras manos. De inmediato ordenamos que fuera colocado también en el avión y nos dispusimos a continuar nuestra tarea». (2)
Dice Tulio Arvelo que en el pueblo se produjo entonces un silencio que no presagiaba nada bueno. Un silencio ensordecedor en la oscuridad.
Fue entonces que, para sorpresa de Tulio Arvelo, uno de los voluntarios le entregó las llaves de una camioneta de su propiedad y le aconsejó cargar las armas en ella y largarse lo más pronto posible del lugar. Temía, con sobrada razón, que en cualquier instante apareciera el guardacostas que hacía el recorrido entre La Isabela y Luperón. Difícilmente quedaría alguien vivo si enfilaba contra ellos el fuego de sus ametralladoras y cañones.
«El tono en que habló el voluntario fue el de uno de los nuestros. Se sentía ya comprometido pues sabia que su vida peligraba si los soldados trujillistas lo encontraban junto a nosotros.
»Más tarde al comentar ese incidente fue cuando aquilaté su real transcendencia. Comprendí que no estábamos solos en suelo dominicano puesto que la actitud del dueño de la camioneta fue la misma del pequeño grupo que hasta ese momento y sin que mediara ninguna imposición colaboró con nosotros. Más tarde supe que algunos de los que se portaron así fueron encarcelados y hasta se dijo que algunos fueron asesinados. La tiranía no les perdonó ese gesto desolidaridad». (3)
Las cosas estaban mal y muy pronto se pondrían peor. Al poco rato anunciaron que traían otro herido, el tercero, otro de los extranjeros. Se trataba del costarricense Alfonso Leyton.
En aquellas circunstancias, la gente del hidroavión estaba tan a oscuras como el pueblo y los sucesos precipitaban con tan pasmosa celeridad que no se entendía bien lo que estaba pasando.
Escuchaban las ráfagas de ametralladoras, los disparos de fusil, recibían a los caídos, pero no tenían idea de lo que acontecía en el pueblo. Y lo que acontecía era un desastre. Todo comenzó a salir mal desde el principio, como si hubiera estado predestinado.
Dice Tulio Arvelo que el objetivo primordial era apoderarse de la oficina del telégrafo porque eso permitiría establecer contacto con los hombres del Frente Interno. Lamentablemente, uno de los guerrilleros de la avanzada que debía llevar a cabo la operación cometió un error garrafal. Confundió a unos músicos uniformados, los músicos de la retreta dominical, probablemente, con una patrulla del ejército, a pesar de que llevaban consigo sus instrumentos de metal, y arrojó una granada de estruendo. Casi al mismo tiempo –dice Tulio Arvelo— se escuchó en otro lugar el disparo que abatió a Leyton. El disparo crisparía, quizás, los nervios de los integrantes del comando y abrieron fuego contra los músicos, que al parecer se habían desbandado y no fueron alcanzados por las balas. El hecho tuvo, sin embargo, un efecto contraproducente: Al escuchar la balacera, el encargado de la planta eléctrica cortó la corriente y el pueblo quedó en tinieblas.
Lo que se armó en aquella oscuridad fue un pandemonio, una confusión generalizada que aturdía los sentidos, hasta el punto de que las heridas de Hugo Kundhart y Alberto Ramírez se las propinaron ellos mismos. Hugo era cegato, usaba lentes sin los cuales no podía ver y es posible que aún con lentes veia mal y en la oscuridad veía peor. El hecho es que tomó a Alberto Ramírez por un soldado enemigo y le propinó el tiro que le causó la muerte, no sin que antes Alberto disparara e hiriera a Hugo en el vientre. Una tragedia absurda, una pesada broma del azar.
Según lo que cuenta Tulio Arvelo, el único en ser abatido por un soldado enemigo fue Alfonso Leyton, antes de que se apagaran las luces. Además, a pesar de que había sido el primero en caer fue el último que trajeron. Tenía una herida en el cuello, posiblemente de gravedad.
El gobierno de la bestia sólo reconocería haber sufrido una baja que atribuyó a uno de los miembros norteamericanos de la tripulación. Sin embargo, Tulio Arvelo afirma que «En realidad fue Miguelucho quien hirió al cabo después que éste se hubo rendido cuando se enteró de la muerte de Alberto Ramírez y de las heridas de Hugo y de Alfonso Leyton» (4)
Lo que sucedió a continuación le puso la tapa al pomo. Era prácticamente lo único que faltaba:
«Unos minutos después que colocamos a Leyton herido en la garganta dentro del Catalina, vi acercarse una pequeña columna que pude distinguir en detalle solamente cuando entró dentro del radio de la luz del avión. Me causó alguna sorpresa distinguir al frente de ella a Horacio. Le seguían los sobrevivientes del comando que se había internado en el pueblo. Horacio solamente dijo: “Esto fracasó, nos vamos para Santiago de Cuba”» (5) p. 170
Pero lo peor no había pasado.
(Historia criminal del trujillato [129])
Notas:
(1) Tulio H. Arvelo, “Cayo Confites y Luperón. Memorias de un expedicionario”, p. 168
(2) Ibid.
(3) Ibid., p. 169
(4) ibid., p. 180
(5) Ibid., p. 170