Los seres humanos, desde nuestra concepción, estamos llenos de luz, porque la vida es energía en sí misma. Sin embargo, conforme nos vamos desarrollando, dejamos penetrar las sombras, lo que no es malo en general, porque ella nos permite diferenciar el día de la noche, la luz de la oscuridad.
En términos más concretos, cuando nos encontramos entre negro y blanco, es más fácil distinguir la realidad. Algo contrario ocurre en la escala de grises, pues la propia retina del ojo, no logra identificar con certeza a qué nivel estamos en la combinación de valores. Algo parecido ocurre con nuestra personalidad, ya que en la medida en que nos vamos formando, nos dejamos influenciar por demasiados contrastes y vamos conformando un yo plagado de grises con ausencia casi total de blanco o de negro.
La ambivalencia se va apoderando del ser de forma desmedida. Y es que nos vamos sumiendo en un nivel de inseguridad que resulta preocupante, aflora sin proponérnoslo una condición que la atribuyo a una formación limitada, integrada por padres que no piensan en los hijos, sino en sí mismos, recreando una ambivalencia entre lo que la cría debe ser según sus progenitores y lo que quiere ser según la luz que le acompaña desde su propia existencia.
El medio, ya distorsionado por naturaleza, en vez de ayudar, te hace dudar aún más y, tu emancipación solo puede suscitarse cuando te convences por cuenta propia de que no debes seguir en la caverna, hay que salir en búsqueda de la luz perdida. Entonces, cuando te encuentras contigo mismo, hay un renacer del yo guardado: eres generoso, sencillo, humilde, colaborador, … pero los demás piensan que estás loco y te excluyen, hasta que te convences de que puedes seguir solo y le demuestras que, gracias a la confianza depositada en tus propósitos, logras llegar a la cima. Se produce un colapso y, en la ignorancia, solo distinguen el brillo de tu luz que les mantiene cautivos, a veces, sin proponértelo, te conviertes en ídolo en medio de las sombras.