Cuando me encontraba a la mitad de la carrera de Historia del Arte, tuve un momento muy difícil, porque había pasado de estudiar el arte clásico, para entrar en la modernidad y, a seguidas, a la postmodernidad. Me había enamorado de la hermandad prerrafaelita, aquellas copias cuasi perfectas de la realidad, estructuradas en gran medida por el nivel de detalle, me han venido seduciendo hasta hoy. Y es que el estudio de la naturaleza se hacía cada vez más minucioso en las obras de John Everett Millais, Dante Gabriel Rossetti y William Holman Hunt.
De modo que, luego de haber tenido la oportunidad de repasar las hermosas obras de este colectivo, de enamorar de todos los impresionistas, al detener la mirada, por ejemplo, en una pieza de Marcel Duchamp, se convertía en una pesadilla. Encontrarme con obras a simple vista sencillas, donde se ausentaban cada vez más los elementos de los denominados fundamentos de la forma, me parecía que estaba llegando a una etapa de decadencia, hasta que comprendí gracias a las instrucciones de la maestra María Elena Jubrías que estábamos frente a una mengua de los afectos.
Me tomó mucho descifrar a qué se refería mi profesora de arte postmoderno con esto. Todavía me cuesta comprenderlo, pero creo que en la actualidad he podido configurar una idea más clara al respecto, en base a la propia expresión del estudioso Fredric Jameson, quien, al referirse a la mengua de los afectos o como él mismo lo denomina: “el ocaso de los afectos”, se advierte el fin del yo burgués.
El hombre ha vivido siempre para sí, el egoísmo es parte de su empaque, solo se libera de su propia complejidad cuando el amor penetra en su ser, mientras, se mantiene como ente frívolo, espacial, carente de espiritualidad.
Los últimos días, por una extraña razón, me hacen reconsiderar todo lo expuesto ¿será que el declive cultural promueve la real mengua de los afectos? Pues el fin mismo de todo elemento tendente a conectar con el yo, debe disparar al interior, ahí no solo está lo bello, sino también sublime.