El misticismo en la obra de Clara Ledesma devela su profundo interés por un mundo dual, uno en el que conviven los seres aparentes, apegado a lo visible y, otro, en el que solo tienen cabida quienes amparan su paso por el mundo en las ilusiones, generando proyecciones que luego se convierten en su día a día.
Esta afirmación se fundamenta en que una era la Clara por el día, y otra la que obraba por la noche. Con la luz del sol debía adherirse a los cánones prefijados, pero desde que tomaba cuerpo la luna, se eclipsaba, dando riendas sueltas a su universo interno del que afloraba infinidad de detalles. Estoy casi convencida que hay una diferencia sustancial entre las obras que la artista pintaba por el día y las que hacía por la noche. En las primeras, ha de percibirse un mayor realismo, mientras que, en las segundas, es muy probable que el onirismo sea el eje transversal.
Es un hecho que el silencio de la madrugada le transformaba en ninfa del olimpo que sin pretexto alguno iba decidida al Oráculo de Delfos para interiorizar sus visiones cosmogónicas. De estos viajes incesantes en conexión directa con su pasado histórico, emerge en su parte consciente la idea esencial de conocerse a sí misma, lo que trajo como resultado, la práctica de incurrir en el autorretrato.
Y es que, fue tan visionaria y tan adelantada a su tiempo que para ella no existían diferencias sustanciales entre el hombre y la mujer en tanto seres vivientes. Tenía muy claro el rol de uno y de otro y, por ello, siempre reaccionó con firmeza cuando se intensificaba el discurso de género, convirtiéndose en un referente inmediato de mujer exitosa, sin dejar de ser esposa y madre.
Clara Ledesma tiene muchos méritos acumulados que merecen ser desempolvados. Ojalá el buen amigo Juan José Mesa se anime a publicar la investigación que ha venido desarrollando sobre su vida y obra, pues cada vez más, se hace necesario dar a conocer el legado de esta gran mujer-artista.