El tiempo transcurre con cierta prisa y, en ocasiones, surge la necesidad de hacer una pausa para mirar al pasado en búsqueda de respuestas a ciertas acciones del presente. Hay quien pueda pensar que sería un acto errado, pero no lo es, toda vez que el ser humano es el resultado de sus circunstancias -intentando parafrasear al admirado Ortega y Gasset- y, si no las salva a ella, no se salva él.
Me remito a la precitada expresión, por el hecho de que el arte dominicano parece encontrarse situado en un espacio en el que le cuesta prosperar. Se trata de un círculo vicioso en el que se reciclan una y otra vez las posturas y expresiones. “Los grupos” no quedan exceptos a esta aseveración, además de que esto penetra de tal modo en la cultura que va marcando la conciencia colectiva en el sentido de que, hasta los centros culturales, museos, galerías y demás medios para la proyección de las artes, tienen prefijado a quienes aceptan y a quienes no.
El arte dominicano, a pesar de contar con todas las condiciones para despuntar, no ha trascendido, pues, además de la desidia de los representantes de las instituciones culturales, coexisten otros elementos de mayor peso como es el caso de la negación de la identidad.
Históricamente se ha recurrido a lo aborigen como antecedente inmediato, haciendo un esfuerzo extraordinario por acercarnos más al modelo europeo y, entrado el siglo XX, siguiendo los patrones norteamericanos, negando así el componente africano, tan latente en la cultura criolla.
Parecería una perorata tener que recurrir a la teoría de que el dominicano es el resultado de la sinergia entre el aborigen con el europeo y, más tarde el africano, amén de que esto en sí no es una confirmación, pues la historia nos deja claro que los aborígenes no sobrevivieron al proceso de colonización y conquista.
Debemos aprender a conocernos más, aceptarnos y convencernos de la realidad circundante, solo así lograremos trascender y, al mismo tiempo, hacer florecer la reminiscencia de nuestra pasado.