A lo largo de los años, el arte ha venido acompañando al individuo en su día a día, sirviendo como registro histórico de sus hazañas. En principio, no se tenía consciencia del valor de las representaciones, sin embargo, en función de las referencias aportadas sobre la vida en el pasado, su carácter documental y estético, el arte se convierte en merecedor de la importancia que reviste.
Ahora bien, el verdadero valor del arte, independientemente de lo que pueda costar desde el punto de vista económico, nos viene dado por la sensibilidad, esa que aflora en el individuo y se va educando en el tiempo.
La sensibilidad juega una doble función, pues debe estar presente en quien crea la obra, así como en quien la percibe. La vida es un constante intercambio, unos van, otros vienen; se sube y se baja; se va a un lado, al otro; pasando por un largo trayecto.
La consciencia florece cuando ejercitamos el alma. Se requiere asumir una actitud de niño para que nuestra imaginación marche a todo vapor. Así, en un abrir y cerrar de ojos, los sentidos van configurando e interpretando lo que propone la obra. De igual modo, hay que tener en cuenta que en la medida en que el ser humano crece, cuenta con mayor experiencia, salvo que haya decidido permanecer inerte y aun así las vivencias pasarán por su vista y alguna emoción ha de despertar en sí.
Ante el escenario descrito, el arte debe permear en el individuo, debemos tenerle presente en todo momento y lugar, pues quien crece bajo el deleite de lo que es bello y sublime, es muy probable que preserve y cultive su sensibilidad y, al mismo tiempo, obre de manera perceptiva y equilibrada en su día a día.
Ser sensibles es procurar ponernos en el lugar del otro para tratar de comprender las emociones que le motivaron para la creación de una obra del tipo que sea. La sensibilidad es un ejercicio diario, quien es sensible tiende a ser noble, y la nobleza es una de las cualidades más puras del espíritu.