¿Qué sería del mundo sin el arte? Es una pregunta que me suelo hacer a menudo. Increiblemente, cuando tenemos hijos, nos afanamos por inscribirles en clases de arte, que aprendan a dibujar, pintar y danzar. Otras veces queremos que aprendan a cantar o actuar, sin emabrgo, en la medida en que los hijos crecen, la idea es que se interesen por carreras tradicionales como medicina, ingeniería, derecho, entre otras.
En general, esta corriente de pensamiento no está mal, pues el ser humano busca estabilidad y, en el contexto actual, las carreras en el área de las humanidades, no son del todo remuneradas o bien valoradas. Ser escritor o poeta, cantante o pintor, cuesta en pleno siglo XXI, donde necesariamente quienes se dedican a este tipo de oficios, deben tener otras fuentes de ingreso, salvo contadas excepciones, para mantenerse a flote.
Hoy, me inclino con el corazón henchido de orgullo, por todos los seres sensibles. Pues, a pesar de las múltiples vicisitudes que atraviesan, elevan su voz y su sentir por medio del arte, para dejar una impronta de los procesos sociales que acontecen a su alrededor. Brindo por quienes al tomar un lápiz o pincel, toman entre sus manos materiales varios y generan formas estéticas que nos enseñan que la vida es mucho más que apariencia. Sus representaciones nos guían a la esencia y nos conectan con el interior.
Situarnos frente a una obra de arte, nos permite reconocer un universo paralelo que despierta los sentidos y estimula la imaginación. Volvemos a conectar con el niño guardado que, como “El Principito”, no dejaba de soñar. Y es que, en la medida en que crecemos, nos dejamos influir por la rutina y vamos perdiendo la capacidad de apreciar los pequeños y maravillosos detalles de la existencia. El artista, por fortuna, conserva su sensibilidad y deja aflorar los detalles que integran su mundo de fantasía, logrando cautivar la mirada de quien se tome unos segundos para conectar con el placer que genera el arte. Feliz día del artista plástico.