Hace unos días, nos enteramos del fuego que destruyó buena parte de la techumbre de la catedral de Notre Dame, sin duda, uno de los símbolos más emblemáticos de Paris y, probablemente del mundo. Todos los que hemos visitado la ciudad parisina, estoy segura que hemos hecho un esfuerzo por visitar este hermoso templo que sigue la tradición católica.
Unos, atraídos por su belleza arquitectónica, otros, por fe o motivados por las obras artísticas que ha inspirado este maravilloso monumento, se adentran en sus nervaduras góticas, en la luz que transmiten sus vitrales en medio de tanto misterio y la monumentalidad en su interior.
Notre Dame, siempre ha sido un espacio reservado para la espiritualidad, para el encuentro del hombre con sí mismo. Es, además, un área para el esplendor de las bellas artes, que en conjunto magnifican el diseño arquitectónico y el terreno en que fue construida, amén de que se trata de la pequeña isla de la Cité, rodeada por el río Sena.
Recuerdo cómo en octubre, la ciudad se torna gris porque inician los aires del invierno, pero la calidez reina en aquella iglesia de estilo gótico que ha ido emergiendo junto con los que pueblan su entorno. Estar frente al templo, es sentirnos parte del momentum que inspiró a Víctor Hugo para legarnos la obra: “Nuestra Señora de Paris”, mejor conocida como “El jorobado de Notre Dame”, aunque nos invade la tristeza, al hacer memoria de lo que el nobel autor presagió en su texto al expresar en el libro décimo que “en la parte más elevada de la última galería, por encima del rosetón central, había una gran llama que subía entre los campanarios con turbillones de chispas, una gran llama revuelta y furiosa, de la que el viento arrancaba a veces una lengua en medio de una gran humareda”.
Con el fuego de Notre Dame, se nos va un pedazo de la esencia de uno de los monumentos más emblemáticos del mundo, conservamos la esperanza de que se pueda reconstruir la parte afectada y que haya una mejor conservación en el futuro.