Clara Ledesma nunca se encasilló en una sola tendencia artística. Su obra refleja una inspiración cambiante y una fantasía profundamente enraizada en su interior. A lo largo de su producción encontramos una fusión de estilos en simultaneidad. El resultado es una cosmogonía inimitable, donde cada creación se abre al estallido pictórico, que revela su don innato para la expresividad. Incluso en sus piezas tardías, con estructuras casi gráficas y ambientes geometrizantes, persiste el eco de las composiciones paisajísticas de sus comienzos.
Ledesma siempre rindió homenaje al equilibrio de la vida. Ni el tiempo, ni la modernidad, ni los límites de la realidad observable afectaron su libertad creativa o su vínculo con la memoria criolla. Temáticas recurrentes emergen en su obra, para dar cuenta de una expresividad múltiple que la coloca como un referente clave en la historia del arte dominicano.
Según Vianela Ricardo, amiga cercana de la artista, existía una profunda simbiosis entre Ledesma y su obra. En sus pinturas, la artista dejaba huellas de sí misma. Su mirada misteriosa y onírica aparece en muchas de sus figuras, al igual que sus manos finas y su abundante cabellera ondulada. En este sentido, su producción puede entenderse como un gran autorretrato extendido en el tiempo, en el que sus sueños, fantasías y recuerdos se transforman en una realidad reinventada.
La pintura de Ledesma se aleja de las preocupaciones sociales, políticas o históricas, para centrarse en un universo profundamente personal. En sus cuadros descubrimos figuras masculinas y femeninas atrapadas en momentos de amor, belleza o gracia. Esta atmósfera está cargada de símbolos que evocan la abundancia y la fertilidad: peces, pájaros y flores surgen en cada composición, y crean un espacio casi paradisíaco. Su obra, en definitiva, se inscribe en la historia del arte universal, y es un referente de inspiración por su capacidad de trascender las barreras del tiempo.