Mediante la visión marxista de la estética, se establece que el hombre se reafirma en la medida en que crea un mundo humano, y el arte aparece como una de las expresiones más altas en este proceso de humanización. De igual forma, hombre y arte se reivindican, sobre todo desde el plano de la objetivación. Esto es, reconocer que el hombre permanece en una relación de necesidad con los objetos. Así, porque “un ser sin objeto es un ser irreal, no es sensible, puramente pensado, es decir, puramente imaginario, un ente de la abstracción”. Más claramente, el hombre fundamenta su existencia en función de su capacidad productiva, de su impronta al medio que le acoge.
Hegel plantea que “el hombre tiene una esencia prestada, y prestada es su historia también”. De ahí que el idealismo hegeliano, después de vislumbrar genialmente la relación entre lo estético y lo humano, presuma que el arte se hace por el hombre, pero su fin trasciende su existencia.
Lo antes expuesto obedece a que, desde la cosmovisión hegeliana, el arte se mueve en la esfera de los altos intereses del espíritu. Lo estético asume un sentido trascendente y, aunque el arte sea una actividad humana, se interpreta como una fase del desenvolvimiento del espíritu absoluto.
No obstante, Marx, a diferencia de Hegel, despoja al arte del carácter trascendente y metafísico, viéndolo más bien como un peldaño superior del proceso de humanización de la naturaleza y del hombre mismo, de su existencia por medio del trabajo creador. Esto explica, según Marx que el arte surja para satisfacer una necesidad humana como creación y goce artístico que se circunscribe dentro del reino de las necesidades del hombre. Y es que, en la medida en que el objeto rebasa la función utilitaria y es valorado desde otra perspectiva, se suscita el placer en el hombre, sensación que se asocia con lo estético.