¿Cuál es el motivo por el que una persona participa en el carnaval?
Evidentemente que aquella participación espontánea de la gente y por “amor al arte” hace mucho que se esfumó. Aquel entusiasmo pagano que llegó a obligar al Papa Urbano lV en el año 1264 a autorizar las fiestas mundanas ya no existe aquí en el país. En ese entonces la gente escenificaba las luchas del bien y el mal con máscaras “diabólicas” y se daba al goce a rienda suelta durante un corto periodo como para botar el golpe de aquella rigidez a que fue sometida por siglos con el miedo del pecado, el infierno y otras panorámicas. Se introdujeron aquellas influencias con los españoles para realizar aquí unos carnavales cerrados y coronar a las hijas de la gente adinerada como la reina bella. Ese carnaval quedó atrás por razones que los sociólogos tendrán que fajarse a buscar, más allá de las que ha hecho Dagoberto Tejeda, quien ya ha recorrido buen trecho.
En el caso de Santiago, particularmente, ese carnaval cerrado en el Centro de Recreo que creó Enrique Duchamps (el hermano de Eugenio), cuando estaba ubicado en la calle Sebastián esquina Las Rosas (30 de Marzo esq. 16 de Agosto) continuó en el nuevo local al lado del Palacio Consistorial. Allí se celebraban parte de los rituales rutinarios de las clases altas al igual que sus celebraciones de San Andrés con polvo de talco, los 15 de las señoritas para presentarlas a la sociedad, o sea, para que los señoritos les tiraran el ojo y se pudieran realizar matrimonios que aseguraran el control económico de esa clase dominante de la sociedad constituida por vendedores de telas, fabricantes de cigarro y ron, cultivadores de tabaco y yuca, campesinos prósperos y algún raro intelectual que se mezclaba al club al no tener otro lugar donde ir. El 5 de agosto de 1930 se inauguró el actual edificio en el mismo sitio, donde hay un magnífico bar.
¿Quién le hubiera dicho al síndico Anselmo Copello que ese lugar estaría abierto al público en general para brindar hasta en la acera? Christian Capellán se muere de la risa custodiando el lugar con un equipo que sirve los mejores tragos del Bulevar. “Este es otro Santiago”, declara.
Ese mismo Centro de Recreo, reinaugurado por Copello, continuó con sus celebraciones carnavalescas en las que resaltaban las confecciones de lujosos trajes, vestidos esplendorosos repletos de lentejas brillosas y cuantos reguindales se pueda uno imaginar.
Con la llegada del automóvil, se pusieron a la disposición del Centro vehículos para que los disfrazaran y así se iniciaran las comparsas que les darían un toque particular al carnaval: salir a la calle.
Es así como el carnaval adquiere una expansión y un contacto con el pueblo que, a partir de esos desfiles, lo integraría. Subiendo por la calle Restauración para dar la vuelta a la redonda y bajar por el Sol, la alegría olvidaba las diferencias sociales y todo el mundo se revolcaba en la misma sabana. Era, por supuesto, un espectáculo para la gente que se colocaba en las calles o en los balcones a verlos pasar, pero sin participar activamente en él. De los personajes más coloridos y admirados por la chiquillada se contaba la tarasca, que vino con la anexión, pero que desapareció del carnaval por la dificultad de su fabricación, ya que necesitaba de varias personas para sostener la enorme máscara, a modo de dragón chino.
Aunque se habla de carnavales populares durante el periodo inicial de la Restauración (1865) y de una supuesta comparsa llamada El Bronce, realmente no fue una comparsa del pueblo, sino más bien un grupo de jóvenes de clase alta que se reunían para ir, vestidos de frac y smoking, a tocar a la puerta de las familias ricas a las que ellos mismos pertenecían y a dar una especie de serenata en las tardecitas.
El verdadero carnaval de Santiago surge con el personaje bautizado como “lechón” que en sí no era más que el franqueador de las comparsas del Centro de Recreo, el que abría el camino a “vejigazo limpio” para que los Ford de palitos empapelados pasaran en medio de la multitud y para proteger a la Reina y su séquito, encaramados en ellos.
Es en ese contexto que la gente de los dos barrios (Pueblo Nuevo todavía no existía) se inició y se fue alejando poco a poco del Carnaval de las Señoras del Centro de Recreo y del Club Santiago.
Ya en los barrios La Joya y los Pepines, la gente del pueblo sí participa en el carnaval de manera espontánea confeccionando sus caretas con el barro de la barranca del Yaque y dándose cita los domingos en el Parque Plaza Valerio para los joyeros y los Parques Chachases y Colón para los pepineros.
Entre esos dos barrios se estableció una rivalidad que tiene sus orígenes en la pugna que se daba entre los muchachos que suministraban el agua de la ciudad. Santiago no tenía acueducto y la única fuente de abastecimiento era el río Yaque del Norte. A las sirvientas que buscaban el agua fue sustituyéndolas el aguatero que, con calabazos y latas sobre sus burros, hacía viajes desde el Derricadero del Burro (debajo del Puente Hnos. Patiño) o por la Cuesta Blanca (en la entrada de Nibaje) y la Subida del Chivo, por detrás de la calle La Chancleta, al fondo del barrio Los Pepines. Esos aguateros que Manuel de Jesús de Peña y Reynoso intentó educar en sus clases nocturnas para analfabetos en el Ateneo Amantes de la Luz, establecieron una lucha económica por el dominio de los clientes que al final los clasificaron como los de Pueblo Arriba (calle San Luis hacia el este) donde dominaban “los perros” y calle abajo, “los chivos”.
Los veteranos de los lados de la casa del General de la Restauración Teodoro Gómez recuerdan a Macuyo Belliard, caretero pepinero y a Guarino de la Cruz. En la Joya, los soneros dicen que el primero en hacer una careta fue Añón, que vivía en la Cambronal, calle que desapareció cuando hicieron el Puente Nuevo. También se destacaron en La Joya, Francisco el Tuerto y Tony Vargas, los cuales las actuales generaciones nunca han oído mencionar.
Con la llegada de uno de esos circos que venían para las patronales y que se instalaban en los terrenos del Hipódromo (hoy Estadio Cibao) o en las cercanías del Monumento (donde está hoy el Gran Teatro del Cibao) se les quedó un oso por razones desconocidas. El oso llamado Dendén se hizo famoso con la incorporación como personaje del carnaval, a pesar del grueso y pesado traje de pelliza. Siguen vigentes los “tiznaos” que en sus inicios imitaban a habitantes africanos, los que se hacían con una crema casera compuesta de tizne de paila con aceite. Usaban una faldita hecha de pencas de coco y, como hordas hambrientas, recorrían las calles donde eran el azote de sirvientas, niños y hasta gente adulta seria y honorable a los que rodeaban amenazando con tiznarles si no le daban cinco cheles.
Al final del siglo XX, con la expansión de la ciudad, la desaparición del Centro de Recreo junto al Club Santiago y la pobreza persistente, el carnaval espontáneo se redujo a su mínima expresión hasta que las casas cerveceras se involucraron e inyectaron su “entusiasmo” monetario tanto en los concursos como en las comparsas. Se destacó en este nuevo ambiente el Robalagallina de Raudy Torres de una manera hollywoodense, con la ayuda de Vitico Erarte, creador de sus más vistosos trajes que no superaron la sencillez y gracia de Mochila y Mochilita, quienes lo encarnaron a partir de la historia original que nació en La Vega en tiempo de la ocupación haitiana (1822-1844). Las cervezas también le dieron respiración boca a boca al carnaval de La Vega, donde el éxito se calcula en función del colorido y la asistencia… sin olvidar los brindis.
No puedo dejar de mencionar a Mariano Hernández como el gran fotógrafo que se ha dedicado a este evento cultural nacional. Actualmente la periferia del Parque Independencia de Santo Domingo exhibe una selección de su obra. Él es el historiador gráfico de nuestro carnaval nacional, lo que ha hecho Dagoberto Tejeda en el plano teórico con todas sus investigaciones y publicaciones.
El diablo cojuelo es vegano y su evolución se la debemos a los indonesios vía internet. El carnaval de Pueblo Nuevo apareció para formar una trilogía que al final se multiplicó con otros grupos de los barrios Cienfuegos, Los Jardines, Gurabo, etc.
La intención inicial del poeta Tomás Morel era valorar el carnaval, no agudizar la rivalidad ni la competencia y es por eso que él creó su museo en la calle Restauración. Su cierre avergüenza y demuestra que no solo se mató la espontaneidad en la participación, la arrabalización cultural “arrasó con tó”, cosa de la que los haitianos no tienen la culpa.
Un joven, en internet, dijo que asistió al desfile con la creencia de que iba a ver a “la muerte en yipe” pero “…mi esperanza desapareció cuando alguien me dijo que ella falleció el año pasado”.
Bien que mal, ese es nuestro carnaval al que no hay que elevarlo a la altura que no llegó y menos si conocemos el de Brasil… antes de Bolsonaro. El carnaval, hoy día, es un “can” donde hay que estar porque ahí es donde está la bulla. Óiganla.