Hablar de fronteras es un tema incómodo para la piel. En el prefacio de El infinito viajar (2005) Claudio Magris apunta que hay que traspasar las fronteras, amarlas por lo que definen en la realidad y en lo individual, pues dan cuerpo a lo indistinto, pero, el mismo autor apunta, no podemos idolatrarlas, pues pueden transformarse en ídolos que exigen sacrificios de sangre.
Al intentar describir las fronteras encontramos frente a nosotros una avalancha de historias que no terminan de ser contadas por los discursos oficiales, de procesos discursivos que se traslapan o contraponen dando pie a una simultaneidad de sucesos que se alimentan de susceptibilidades, triunfos, pérdidas, acuerdos internacionales, rencores añejos y, por supuesto, sangre.
Mirando el espacio Caribe desde sus frontera nacionales todo parece ser tan diferente, pero en el fondo ha guardado tantas conexiones que estas mismas terminan por irradiarse continuamente desde ese epicentro comercial que alguna vez llamaron “El ombligo del mundo”. De este modo, tanto las personas como las naciones construyen sus espacios de acción a través de fronteras flexibles y porosas que separan y unen, al mismo tiempo, bloques de tierra que comparten una naturaleza histórica liminal. Estos espacios son al mismo tiempo formas de nombrarse y heridas del pasado. Por poner un ejemplo de lo anterior podemos referir, por un lado, la frontera México-Honduras Británica, que a partir del tratado Spencer-Mariscal del 8 de julio de 1893 acordaría el inicio de lo que luego sería el novel Belice, y, por el otro, podemos referir la frontera Haití-República Dominicana, en donde aquel octubre de 1937, durante la matanza del perejil, los ídolos nacionales exigieron sangre.
Comúnmente, las fronteras se entienden como marcadores básicos de identidad. Su poder connotativo está dado a partir de las creencias y mitos políticos que se construyen sobre la unidad de la gente que conforma la comunidad o sobre la “natural” unidad del territorio (Anderson, 1998). Sin embargo, es importante aclarar que nada hay de natural en una frontera, esta es un término del discurso que adquiere espacialidad y capilaridad a partir y en relación con un grupo humano diferenciado que se aglutina bajo un mito de unidad dado en términos arbitrarios, por tanto, cualquier mito de unidad puede ser modificado, transformado o creado durante periodos beligerantes, y oficializado en periodos de negociación diplomática.
Al ser la frontera un término del discurso, su poder referencial está dado a partir de la suma de los tres niveles que menciona Foucher para la producción del límite: lo real, lo simbólico y lo imaginado. Estos niveles dan como resultado el ya mencionado mito de unidad el cual aglutina una comunidad imaginada volviéndola algo tangible en la medida que homogeniza la diversidad que contiene. Cada uno de estos niveles: el real, el simbólico y el imaginado, representa la afirmación de una postura discursiva que va adquiriendo consistencia física a medida que se desarrolla la identidad de una región. Esta región surge como la evolución de una metáfora espacial que se complejiza hasta encajar en un trazo topográfico.
Pero pongámonos los lentes de la escala geográfica y abandonemos la linea fronteriza nacional para observar el espacio Caribe como una macroregión que engloba islas, fragmentos de continente, archipiélagos, penínsulas, bajos, playas, y demás accidentes geográficos que poco pueden ser delimitados de manera estable. En esta escala, ¿Cuál es la frontera del Caribe? Creo que no existe, pues se diluye. Pero si es que existe, esta parece ser más un sentimiento o una experiencia que una linea defensiva.
El Caribe es un territorio imaginado, producto de la prolífera pluma de sus “descubridores” europeos pues con la exploración del espacio, el territorio fue producido hasta adquirir dimensiones simbólicas que ofrecieron referentes identitarios concretos que, posteriormente, se tradujeron en metáforas espaciales en los mapas. Con el paso del tiempo estas metáforas espaciales adquirieron un punto de referencia en el espacio físico visibilizándose en el paisaje cotidiano en el que contantemente observamos imágenes reiterativas de áreas blancas, playas desiertas, palmeras borrachas de sol y sujetos fuertes y viriles que inducen a la locura y el desenfreno salvaje. A veces pareciera que las y los caribeños somos la fantasía de otros, de otras, de los otros.
Esta suma de rasgos comunes, construidos y atribuidos a un mismo escenario es lo que constituye la identidad geográfica de una región, ya que es el referente sobre el que se funda el mito de unidad que la mantiene cohesionada. Al ser un término construido, el concepto Caribe está cargado de historicidad. Su nacimiento estuvo dado a partir de las experiencias particulares de los llamados descubridores quienes mediaron su discurso por la repetición rutinaria de las prácticas anteriores de los habitantes nativos, esto hizo que toda la experiencia “descubrimiento-colonia”, con sus al menos tres siglos de particularismos (XVI-XIX), se condensara en una sola palabra: “Caribe”, la cual tiene su génesis en una época posterior al primer contacto americano.
En la palabra misma “Caribe” se almacena y naturaliza la huella implacable del pasado en el lenguaje, su interpretación, luego entonces, no refiere una única acepción, por el contrario, existen al menos cinco tendencias para entenderla como región que consideran aspectos diferentes para su aplicación: 1) el Caribe insular o etno-histórico, 2) el Caribe geopolítico, 3) el Gran Caribe o Cuenca del Caribe, 4) Caribe cultural o Afro-América central y 5) el Caribe continental, pero cada uno de estos espacios exhibe cotidianamente sus fronteras y, en ellas, despliega los orgullos y miedos de sus habitantes. Parafraseando a Ortelius es posible decir que los mapas son los ojos de la historia, en ellos la linea antecedió al límite y, a partir de ahí, nació la frontera, huella indiscutible del poder. Es por ello que, desde el Caribe, hacemos historia para el futuro, con plena conciencia del pasado.