Los pormenores de la masacre de El Número han llegado hasta nosotros gracias a los testimonios de un sobreviviente que vivió lo suficiente para contarlo, a un policía que había participado en la matanza y cometió el error de confesarlo, y a un relato de Juan Bosch que no tiene desperdicio.

Lo que se sabe, en concreto, es que ese aciago día del 1 de junio de 1950 Porfirio Ernesto Ramírez Alcántara salió en su acostumbrado viaje en camión desde la Capital a San Juan de la Maguana y no llegó a su destino. Un viaje rutinario, nocturno, por carreteras estrechas, sin iluminación, que se convertían en boca de lobo y donde no era extraño que ocurrieran accidentes.

Al lado de Porfirio viajaba un chofer llamado Juan Rosario y otro al que le decían Califón. En la parte de atrás, junto a la mercancía, viajaban tres empleados, y una diminuta mujer en cinta y un vendedor de pollos que se habían agregado como pasajeros. Todos iban para San Juan de la Maguana y ninguno llegaría.

En el puente de Nizao los interceptaron y los hicieron bajar del camión para matarlos a palos, matarlos a garrotazos y fingir un accidente, pero Porfirio Ernesto se resistió y antes de que le dieran comenzó a dar y hubo que matarlo a balazos porque era bravo y fuerte como un toro, estaba fuera de control, inspiraba miedo. Lo mataron, pues, a balazos y lo desaparecieron.

A los demás, sí, los mataron, los mataron a todos a palos, o así creyeron en un primer momento, los metieron de vuelta en el camión y los llevaron a la muy conocida curva de El Número y en El Número despeñaron el camión para que cayera al precipicio y le prendieron fuego. Pero a pesar del fuego y de los golpes y del camión cayéndose por la barranca, uno de ellos quedó vivo, más muerto quizás que vivo, pero vivo, el chofer Juan Rosario quedó vivo, sorprendentemente vivo, sorprendentemente con fuerzas para llegar al hospital y contar lo que había pasado a las enfermeras y a todo el todo el que quiso escucharlo, incluyendo un hermano de Porfirio que era médico del hospital. Así se enteró el Dr. Víctor Manuel Ramírez Alcántara de la muerte de su hermano Porfirio. Por boca de un sobreviviente que no sobrevivió mucho tiempo, que estaba probablemente fuera de sí, que hablaba compulsivamente y siguió hablando hasta que vinieron a callarlo. Hasta que vinieron a rematarlo.

Unos días más tarde el Dr. Víctor Manuel Ramírez Alcántara recibió la extraña visita de otro testigo que se atrevió a confesar. El más impensable de todos los testigos, un sargento de la policía llamado Alejandro Méndez que había participado por órdenes superiores en la matanza, en la «misión oficial», junto a miembros del ejército. El sargento Méndez seguramente no podía con su alma, lo estaba matando la conciencia y quería desahogarse y se desahogó, pero a costa de su vida.


Poco tiempo más tarde fue apresado y debidamente silenciado. Entregaron en la noche el cadáver a la esposa y le aseguraron que se había suicidado. En realidad el atormentado sargento había cometido un suicidio.

Pero aquí no acaba la cosa. En esta horrorosa historia todavía faltan muertos, faltaba por matar al infeliz compañero de la diminuta mujer en cinta a quien llamaban «La Cosita», la que tanto había suplicado por su vida y por la de su hijo, otra de las victima de la masacre, la doble victima. Se trataba de un sargento de la policía destacado en San Juan de la Maguana que sólo era culpable de ser el compañero de la occisa (culpable de ser viudo), que no representaba ninguna amenaza. Pero las autoridades decidieron «evitar complicaciones», no dejar hilo suelto. De modo que lo arrestaron, lo incomunicaron, le pusieron una inyección letal. Dijeron que había muerto del corazón Y quizás era cierto. Se detuvo su corazón después que lo inyectaron.

Para no sumarse a la lista de muertos, el Dr. Víctor Manuel Ramírez Alcántara y otros miembros de su familia se vieron obligados a buscar refugio en las embajadas acreditadas en Ciudad Trujillo.

Ese mismo año Juan Bosch publicó un relato en el que describe con su maestría habitual los detalles del suceso. La historia, dramatizada con lujo de detalles, adquiere otra dimensión, otro peso:

Una Orgía de sangre en la tierra de Trujillo

Con cariño para Angela Méndez hija de Prin Ramírez.
El asesinato de Nizao y la matanza de El Número. – El tétrico relato de un superviviente. – Un general trujillista, jefe de forajidos del régimen –Cómo ha sido posible describir la maquinaria de terror de la tiranía. – Escenas dantescas de crueldad inaudita.

Por: Juan Bosch

Desde su lecho de hospital en una ciudad de provincias, un joven malherido y quemado, con el alma espantada por el terror pero el corazón templado por la lealtad, iluminó con un relato dantesco la tenebrosa cueva del trujillismo. Ese joven, chofer de camión, logró sobrevivir al abominable crimen de Nizao y a la matanza de El Número, perpretados el primero de junio de este año por el jefe de la aviación dominicana a instancias de su amo y señor, el dictador Rafael L. Trujillo. Asesinado inmediatamente después de haber hecho su macabra historia, Juan Rosario, de 21 años, murió con el triste privilegio de haber sido el único hombre que en veinte años de horrendos crímenes testimonió letra a letra su experiencia. Por primera vez a lo largo del trujillato, una persona supervivía el tiempo necesario para denunciar los métodos con que la maquinaria de terror del tirano ha estado exterminando a los dominicanos y paralizando de miedo a su desamparado pueblo.

El Tigre Ronda en la Sombra:

En la tarde del primero de junio, Juan Rosario atendía a la carga del camión que manejaba, el “ International” placa Núm. 9754, propiedad de Porfirio Ramírez Alcántara, “su patrón”, según decía. Con cierta prevención, el chofer vió pasar por allí, varias veces, a Augusto María Ferrando, excapitán del Ejército, y recordó que tres días antes ese mismo Ferrando había suplicado a Ramírez Alcántara que lo condujera en su camión, pues se había quedado a pie en el entronque de dos carreteras.

Porfirio Ramírez Alcántara era comerciante, con establecimientos puestos en San Juan de la Maguana, en el sur del país, y en la Capital; desde su almacén de la Capital iba a salir al anochecer de ese día hacia San Juan, con doscientos quintales de harina, un chofer de reemplazo y tres peones; de manera que irían seis hombres en total, a menos que el tal Ferrando pidiera que lo llevaran de nuevo, en cuyo caso serían siete. Pero Ferrando desapareció a poco. En lugar suyo un hombre y una mujer de pueblo suplicaron al dueño que los dejara ir con él. Así, cuando el camión inició su partida, eran ocho los que salían hacía el sur, en un viaje llamado a terminar en la muerte. Ferrando no iba; Ferrando estaba allí cumpliendo su papel de “ chequeador”, como lo había cumplido tres días antes, cuando pidió un puesto en el vehículo con el encargo expreso de conocer desde adentro los movimientos del dueño. Ferrando era la mirada del tigre, que rondaba en las sombras.

Cuatro y medio kilómetros después de haber dejado la ciudad, el “ International” placa Núm. 9754 se detuvo en el puesto de guardia conocido por El Escuadrón. Allí como en todos los puestos similares a lo largo de las carreteras del país, el propietario dió los nombres de las personas que viajaban con él, él número de cédula de identidad de cada uno, marca, placa, capacidad y carga. Ya iba a reanudar viaje, cuando el sargento le pidió que llevara a ocho soldados que debían llegar esa noche a Nizao, un río que cruza entre las ciudades de San Cristóbal y Baní. Los soldados no portaban armas largas, cosa de tomarse en cuenta.

Juan Rosario la tomó, como tomó nota también de la salida de un “comando”, que se adelantó dos o tres minutos al camión y partió en las sombras de la noche en dirección Sur. En la oscuridad, el “comando” no se había dejado ver antes. El chofer llamó la atención del patrón. Los dos ignoraban que, tanto como Ferrando, ese vehículo era el tigre que rondaba en la noche.

(Historia criminal del trujillato [143])

Bibliografía: Robert D/. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”. l

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