El entrenamiento militar de las fuerzas armadas en la era de la bestia sometía a sus miembros a una feroz disciplina, a un régimen de terror y obediencia ciega que los convertía en autómatas, en máquinas de matar. Se los iniciaba, además, desde el primer día en un culto casi religioso, el culto a la bestia, el temor a la bestia. Había que alabar a la bestia sobre todas las cosas, darle vivas al Jefe en cualquier ocasión. El Jefe era el pan nuestro de cada día, el santo de todas las devociones. El cotidiano grito de guerra: ¡Rompan filas, viva el Jefe!

El propósito era transformar seres humanos en unas fieras sanguinarias bajo las órdenes de fieras aún más sanguinarias. No por nada los mandos altos y medios de las instituciones militares y paramilitares estaban ocupados por matarifes con rangos de generales y coroneles en un número desproporcionado, superior a lo que correspondía al tamaño del ejército. Gente que inspiraba, en su mayoría, más repulsión que respeto, cancerberos, perros de presa sin moral ni principios que brindaban a la bestia una lealtad incondicional.

Trujillo los trataba como lo que eran, los premiaba y los castigaba, pero no agradecía, los irrespetaba, los humillaba, y en algunos casos los mandaba a suprimir. Había que amarlo y temerle, como a cualquier dios.

La lista de esos incondicionales, esos “capitanes duros” (un desvergonzado eufemismo de Vincho Castillo) llenaría varias páginas, y Federico Fiallo las encabezaría. Fiallo era uno de sus favoritos, quizás su favorito. Sin olvidar, por supuesto, a Ludovino Fernández (uno de los suprimidos), Fausto Caamaño, Felix W. Bernardino, José María (el Guaraguao) Alcántara, Arturo (Navajita) Espaillat, Jhonny Abbes y otros angelitos.

Fiallo fue el elegido cuando a la bestia se le ocurrió matar a Porfirio Ernesto Ramírez Alcántara, alias Prim. La bestia acudía a él generalmente cada vez que se presentaba algún problema de cierta gravedad y lo encargaba de ponerle fin o ponerle remedio. Federico Fiallo era entonces general de brigada y jefe de la aviación y se sintió quizás muy honrado y muy feliz de recibir semejante encargo, en vez de sentirse desconsiderado de que lo emplearan como matón.

El orgulloso esbirro era, sin duda, uno de los más fieles y sanguinarios, alguien que se destacó siempre por su lealtad a toda prueba y sus disposición a cumplir las órdenes más aberrantes. Paradójicamente Federico Fiallo, pertenecía a una familia en la que no faltaban notorios oposicionistas. Dice Crassweller que Fiallo era el caballo de batalla de la bestia, un servidor de confianza que durante toda la era ocupó posiciones de relieve, uno de los oficiales que más se distinguió en el servicio, en su devoción a la bestia, uno de los más eminentes matarifes.

Fiallo era obsesivo, apegado a lo que consideraba el deber, aunque el deber consistiera en quitarle la vida a un semejante, si acaso había otro semejante a él. Dice Crassweler que era frío, de una frialdad implacable, que no se detenía ante ningún obstáculo para llevar a cabo las órdenes que había recibido. Era capaz de aparecerse en el lugar más inhóspito y lejano sin anunciarse a la hora más impensada del día o de la noche para resolver cualquier problema que se hubiese presentado. Y su visita casi nunca significaba nada bueno para los visitados, provocaba escalofríos y temblor en las piernas.

Ninguno de los casos de sangre en que se vio envuelto fue más sonado y repudiado ni se enredó tanto como el asesinato de Porfirio Ernesto Ramírez Alcántara, alias Prim, miembro de una familia de la que Juan Bosch dice: «entre los Ramírez de San Juan el valor se da silvestre». Ser miembro de esa familia fue lo que le costó la vida a Porfirio, y de paso a siete testigos, a un militar y a un policía, el día 1 de junio de 1950: el sangriento y brutal episodio al que Juan Bosch llamó «Una Orgía de sangre en la tierra de Trujillo». El asesinato de Nizao y la matanza de El Número.

La familia Ramírez Alcántara estaba en desgracia desde 1930, o por lo menos muy mal vista, a causa de la rabiosa oposición del general Miguel Ángel Ramírez Alcántara, que nunca transigió con la bestia. Desde el exilio, un poco igual que Juancito Rodríguez, Miguel Ángel fue uno de esos luchadores infatigables. Tomó parte, como comandante de uno de los batallones, en la frustrada y traicionada expedición de Cayo Confites, tomó parte en la fracasada expedición de Luperón, tomó parte, como miembro de la Legión del Caribe, en la guerra civil que culminó con el establecimiento de la democracia en Costa Rica. Incluso cayó preso en los Estados Unidos al ser descubierto tratando de comprar armas para combatir a la bestia. También su hermana Cristina, que vivía fuera del país, era adversaria del régimen de Trujillo.

El odio que la bestia sentía y seguiría sintiendo hasta el fin de sus días por Miguel Ángel y la familia Rodriguez Alcántara sólo es posible imaginar. Pero Miguel Ángel Ramírez y su hermana Cristina vivían en el extranjero y no era tan fácil llegar ellos, pero no imposible. Para la bestia no había nada imposible. Ya en 1935 asesinaron en Nueva York a Sergio Bencosme, y en la noche del 8 de diciembre de 1950 desaparecerían a Mauricio Báez en La Habana.

Esta vez la bestia había decidido cobrarse el odio, parte del odio que le tenía a Miguel Ángel Ramírez Alcántara, haciéndole matar un hermano, un primer hermano. Otro hermano, Ángel Darío Ramírez Alcántara (Unito), sería secuestrado y desaparecido en La Habana.

Según lo que se cuenta, a Federico Fiallo le dieron la encomienda de eliminar a Porfirio Ernesto Ramírez, y Federico Fiallo la cumpliría como quien cumple un horario de oficina. Planeaba interceptar el camión en que viajaba Porfirio cuando llegara al puente del río Nizao, hacer que le dieran muerte a garrotazos junto al chofer y algún acompañante y despeñar el camión para fingir un accidente. Algo que sucedía con inusitada frecuencia en la era gloriosa.

De acuerdo con lo que dice Crassweller, las cosas se enredaron porque además de Porfirio y sus acompañantes había otras cinco personas, entre ellas una mujer encinta. Esto parecía ser un problema y los guardias que detuvieron el camión informaron a Fiallo, que se encontraba a prudente distancia, oculto probablemente entre las sombras. Pero para Fiallo no había nada problemático cuando se trataba de matar. Fiallo gozaba matando y dijo que ya era tarde para echarse atrás y ordenó que los mataran a todos. Porfirio Ramírez tuvo la suerte de que lo ultimaran a balazos y en el mismo lugar. A los demás los llevaron a El Número, un tramo de la carretera de Azua que corre por unas colinas junto al mar, un conocido despeñadero en el que muchas personas habían perdido la vida en accidentes o accidentados. Ahí mataron los guardias a los demás y quizás se mataron a sí mismos cumpliendo órdenes horrorosas que tal vez a ellos también horrorizaban. Los mataron a palos, a garrotazos, a los hombres y a la mujer en cinta, a la mujer y a la criatura que iba a tener. Los mataron, sí, como matarían años después en otro despeñadero a las hermanas Mirabal por órdenes de la bestia. La misma bestia.

(Historia criminal del trujillato [143])

Bibliografía: Robert D/. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.

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