La bestia tenía muchos motivos para celebrar y hubo grandes celebraciones. El año 1947 había sido difícil desde el principio, pero la razón y el orden habían prevalecido, prevaleció el régimen de terror de la bestia. El 16 de agosto se había juramentado de nuevo como presidente, por cuarta vez presidente, elegido casi por unanimidad. Los comunistas del PSP y los antisociales de Juventud Democrática, que habían desafiado su gobierno públicamente, estaban en el exilio o en la cárcel o estaban muertos o lo estarían más adelante. La mayor amenaza que se había orquestado contra su gobierno, la expedición de Cayo Confites se había derrotada en parte a sí misma, y la de Luperón, apenas dos años después, se redujo a un breve episodio.
Los años de la bestia en el poder como primer mandatario de la República terminaron, sin embargo, formalmente (sólo formalmente) en 1952. Había sido elegido presidente en 1930 y 1934, y entre 1938 y 1942 cedió el cargo, el nombre del cargo, a Jacinto Peinado y a Manuel Troncoso, y luego se reeligió, esta vez por un período de cinco años en 1942 y 1947. Ya había sido presidente cuatro veces y no quería que el mundo pensara que era un dictador. Se echaría a un lado, ignorando el clamor popular, las voces ensordecedoras, los reclamos de la prensa, los ruegos de los más cercanos aduladores que pedían a una sola voz su reelección. Otra vez reelección. Su lugar ahora lo ocuparía su manso hermano Negro, su hermano preferido, el que nunca le había dado problemas. Negro era el único al que la bestia otorgaba derecho a usar el ridículo bicornio emplumado que tantas burlas había suscitado durante su viaje a España, un uniforme bordado con hilos de oro y el título de generalísimo, el mismo Negro que, a semejanza de la bestia, se permitía refocilarse con las esposas de altos oficiales y tenía en su finca, en una de sus fincas, un cementerio privado. Su hermano mimado.
Con el bicornio emplumado se juramentó en un acto de relumbrón en el que participaron importantes delegados extranjeros, entre ellos Anastasio Somoza, alias Tacho, el célebre dictador de Nicaragua.
Fue algo solemne y emperifollado a la vez. Todo un acto, un verdadero acto.Dice Crassweller que la ceremonia fue meramente simbólica. Al tiempo que Negro recibía el nombramiento, nada más que el nombramiento de Presidente de la República, la bestia asumía el cargo y el título nada simbólicos de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. A Negro ni siquiera se le permitió dar un discurso. Todos los honores, todas las distinciones las acaparó la bestia, su muy querido hermano. Incluso llegó primero que él al palacio, ocupó como de costumbre su despacho y empezó de inmediato a despachar. Negro se instalaría en una lujosa oficina, sin nada o poco que hacer.
Se instaló —como dice Crasswelwer— en la plácida y relajada vida que mejor se adaptaba a él.
Se había producido pues un informal cambio de bestia, un cambio de mentirillas. La bestia se cambiaba a sí misma por la menor de las bestezuelas. Un cambio insustancial.
A Negro le había pagado los estudios, se había ocupado de él personalmente, le había fabricado una carrera meteórica en la guardia, pero no depositaría en sus manos más que un mínimo de poder ni le concedería mayor confianza. No obstante, la bestezuela estaba feliz. Ostentaba el cargo de presidente aunque no presidiera nada y empezaría a recibir un salario de lujo y numerosas entradas extras. Era el mejor trabajo del mundo. Sólo tenía que parecer presidente. Y además, probablemente no estaría sujeto a las vejaciones que la bestia acostumbraba dispensar a sus altos funcionarios.
Ni siquiera tendría que ocuparse de asuntos de estado más de lo indispensable. Su papel consistiría en aparecer en ceremonias públicas y privadas y siempre detrás de la bestia, por lo menos dos pasos siempre detrás. La bestia le tenía un cariño bestial a la bestezuela, pero no permitía que se le igualara, tenía que mantener, al igual que todos, la distancia. Hasta su padre había recibido en alguna ocasión una ruidosa reprimenda por haber permanecido sentado en el momento en que la bestia había hecho una de sus entradas tan teatrales y triunfales.
Con Negro no habría problemas, y mucho menos como los que tuvo con Aníbal y Petán. Negro era una masa de pan. Se limitaba a firmar los papeles que le decían que firmara (con total desinterés, dice Crassweller), además leía los discursos que otros escribían y hacía de la lealtad y la obediencia a la bestia el motivo de su vida. Declaró una vez o le dijeron que declarara que no podría comportarse de otra otra manera porque era su sangre y su alma, un hijo de su protección y afecto. Era sus ojos y sus oídos.
En lo que sí manifestó siempre una personal iniciativa fue en asunto de faldas. Nadie le decía ni tenía nada que decirle en ese sentido, era un perrito faldero, en el sentido retorcido de esas palabras. Convirtió, de hecho, el Palacio Nacional en un coto de caza. Le gustaban las mujeres tanto como la tierra y se hacía dueño de ellas por todas las artes. Tenía debilidad por las mujeres casadas, o quizás simplemente se complacía más en humillar que en seducir. Tal vez más que nada humillando. En el mismo palacio cometía relaciones sexuales con mujeres casadas y no se molestaba ni siquiera en disimularlo. Dice Crassweller que Negro se jactaba en su círculo íntimo de las mujeres que pasaban por sus manos. Pretendía ser un maestro en el arte de seducir, un tenorio, alguien que se las sabía todas en asuntos de mujeres, alguien que poseía sabiduría para conquistarlas. Dice Crassweller que en su personalidad todo parecía estar supeditado al deseo sexual y era además un notorio indiscreto y que no había empleado del palacio que no estuviera enterado de sus andanzas. En su propio despacho tenía una amante, una mujer casada, con la que tenía sexo frecuentemente y hablaba de ella de una manera despectiva. Decía que era una mujer que transpiraba sexo y que el marido tenía unos cuernos tan largos que ya no podía entrar a su casa. Se complacía en su desprecio sin darse cuenta de que el despreciable era él.
En el fondo era un blandengue, tenía manos blandengues, un blandengue apretón de manos, sí se le puede llamar así, la mano flácida, fofa. Hay quien dice que era tranquilo y callado, incluso tímido, pero todo eso se le quitó con el uniforme y los altos rangos militares, y ningún freno moral le impidió abusar de las mujeres, apoderarse de enormes extensiones de tierra, quitarle la vida a muchos infelices y acumular una gran fortuna. También era coleccionista de zapatos y en cajas de zapato guardaba el dinero que luego sacaba del país, a escondidas de la bestia.
Dice Crassweller que en él no eran tan acentuadas las características criminales de los hermanos, pero no era tampoco el mejor, era el menos malo. Era la más joven y quizás la menos sanguinaria de las bestezuelas, podía tener un trato afable y podía parecer una buena persona, pero estaba lejos serlo.
(Historia criminal del trujillato [139])
Notas: Ver “La hermandad de las bestias (8)” en La hermandad de las bestias (1-10)
Bibliografía:
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator. l