Sólo un continente lleva el rótulo de alguien mortal: América. Los nombres de Europa, Asia y África representan seres mitológicos; en tanto Australia constituye una estricta referencia geográfica. Digamos que la cuarta parte de nuestro planeta se reconoce con el patronímico de alguien que efectivamente existió: Américo Vespucio (Amerigo Vespucci en su grafía italiana).

La familia Vespucio, protegida por la casta gobernante de los Médici, ocupó importantes posiciones en la política, la iglesia y el comercio de Florencia durante el ‘Quattrocento’. Así, el joven Américo circuló en aquel ambiente renacentista donde convivieran Leonardo da Vinci, Boticelli, Rafael Sanzio y Miguel Ángel; grandes arquitectos como Bruneleschi y Battista Alberti, y un pensador político tan lúcido como Maquiavelo.

Américo viaja en diferentes ocasiones a las tierras recién descubiertas por el Almirante de la Mar Océana. En su presumible segundo viaje de 1499 (capitaneado por Alonso de Ojeda y junto al cartógrafo Juan de la Cosa), él hace un recorrido por toda la costa norte de Sudamérica, hasta ingresar al golfo de Venezuela y al lago de Maracaibo. Ante los palafitos indígenas del lago, Vespucio recuerda las construcciones de Venecia, y llama al lugar Pequeña Venecia…”Venezziola…” (Alonso de Ojeda hispanizará luego el nombre: Venezuela).

En 1516 aparece en Londres un pequeño libro, ‘Utopía’, redactado en latín por Tomás Moro: un prestigioso teólogo, humanista y escritor inglés, que más tarde habría de alcanzar resonancia en la política y en las ideas de su tiempo. Con dos raíces griegas, Moro ha creado una palabra que significa el lugar que no existe; esto es, un sitio absolutamente imaginario, un espacio fuera de la realidad.

Su libro es una ficción basada en el relato de un marino portugués, Rafael Hitlodeo, que anduvo en tres de los viajes de Vespucio. Al principio, el navegante le habla al narrador sobre sus experiencias en Inglaterra y emite críticas acerca de las peculiaridades de la vida inglesa. Censura las injusticias, las desigualdades, la pobreza, la hipocresía, la miserable existencia de los campesinos y los enormes privilegios de los grandes señores. Luego, las palabras del marinero servirán para traer al texto los prodigios del mundo nuevo que Vespucio describe en sus cartas.

En esta obra, Moro emplea un ardid literario de doble propósito. El primero, lanzar sus críticas al sistema inglés y, en general, a la vida europea. Luego, las vivencias de Vespucio (expuestas a través de Hitlodeo) le brindan el argumento para hilvanar su delirio de una sociedad perfecta –sin propiedad privada ni desigualdades, sin armas ni guerras–, de gentes que se aman entre sí y que son felices.

Mas no todo es franqueza en el verbo mítico de ‘Utopía’. Las crónicas de Vespucio esbozan una realidad ilusoria, un tanto hiperbólica, que Tomás Moro, con cautelosa honradez histórica, omite por completo. Y, claro, tras el rostro de ese idílico ‘salvaje feliz’ se ocultarán muchas de las observaciones que Américo acentúa en sus relatos: los aborígenes hacen la guerra, toman prisioneros y practican el más desenfadado canibalismo.

Habríamos de entender, entonces, la noción de felicidad que sobrevuela en ‘Utopía’ como un recurso poético a favor de las ideas del gran Erasmo de Rotterdam. Volver a una ingenua pauta de cristiandad, recuperar el rastro perdido de la humilde devoción caritativa. Era así el sueño del humanismo erasmista. Y la sociedad descrita en el libro de Moro encarna, con rigor absoluto, el desiderátum de Erasmo: un ámbito para desplegar la fe en torno a un pastor de almas que sencillamente “habla, enseña, cura, ama y consuela”. Ahora se entiende: Utopía habrá de ser un cielo sin mercuriales Prelados estadistas. Un paraíso sin antropófagos guerreros en pelotas.

Cinco años antes de nacer el panfleto subversivo de ‘Utopía’, Erasmo (en 1511) dedica a Tomás Moro su ‘Elogio de la locura’. (PDM).

Fragmentos de la carta ‘Mundus Novus’ de Américo Vespucio (datada el 18 de Julio de 1500 y dirigida desde Sevilla a Lorenzo di Pierfrancesco di Medici, en Florencia)

Encontramos que eran de una generación que se dicen «caníbales», y que casi la mayor parte de esta generación, o todos, viven de carne humana; y esto téngalo por cierto Vuestra Magnificencia. No se comen entre ellos sino que navegan en ciertas embarcaciones que tienen, que se llaman «canoas», y van a traer presa de las islas o tierras comarcanas, de una generación enemiga de ellos y de otra generación que no es la suya. No comen mujer ninguna, salvo que las tengan como esclavas, y de esto tuvimos la certeza en muchas partes donde encontramos tal gente, porque nos ocurrió muchas veces ver los huesos y cabezas de algunos que se habían comido, y ellos no lo niegan, y además lo afirmaban sus enemigos, que están continuamente atemorizados por ellos. Son gente de gentil disposición y de buena estatura: van del todo desnudos; sus armas son arcos con saetas, y éstas tiran, y rodelas, y son gente esforzada y de grande ánimo; son grandísimos flecheros.

(…) Y bajamos a tierra 11 hombres, y encontramos un camino y nos pusimos a andar por él 2 leguas y media tierra adentro, y hallamos una población de obra de 12 casas, en donde no encontramos más que 7 mujeres de tan gran estatura que no había ninguna de ellas que no fuese más alta que yo un palmo y medio. Y como nos vieron, tuvieron gran miedo de nosotros, y la principal de ellas, que por cierto era una mujer discreta, con señales nos llevó a una casa y nos hizo dar algo para refrescar; y nosotros, viendo a mujeres tan grandes, acordamos raptar dos de ellas, que eran jóvenes de 15 años, para hacer un regalo a estos Reyes, pues sin duda eran criaturas que excedían la estatura de los hombres comunes.

(…) Y mientras que estábamos en esto, llegaron 36 hombres y entraron en la casa donde estábamos bebiendo, y eran de estatura tan elevada que cada uno de ellos era de rodillas más alto que yo de pie: en conclusión eran de estatura gigantes, según el tamaño y proporción del cuerpo, que correspondía con su altura; que cada una de las mujeres parecía una Pentesilea, y los hombres Anteos; y al entrar, algunos de los nuestros tuvieron tanto miedo que aún hoy día no se sienten seguros. Tenían arcos y flechas y palos grandísimos en forma de espadas, y como nos vieron de estatura pequeña, comenzaron a hablar con nosotros para saber quiénes éramos y de dónde veníamos…

(…) Los pueblos pelean entre sí sin arte y sin orden. Los viejos con ciertas peroraciones suyas inclinan a los jóvenes a lo que ellos quieren, y los incitan a la batalla, en la cual cruelmente juntos se matan: y aquellos que en la batalla resultan cautivos, no vivos sino para su alimento les sirven para que sean matados, pues que unos se comen a otros y los vencedores a los vencidos y, de la carne, la humana es entre ellos alimento común. Esta es cosa verdaderamente cierta, pues se ha visto al padre comerse a los hijos y a las mujeres, y yo he conocido a un hombre, con el cual he hablado, del que se decía que había comido más de 300 cuerpos humanos, y aún estuve 27 días en una cierta ciudad, donde vi en las casas la carne humana salada y colgada de las vigas, como entre nosotros se usa colgar el tocino y la carne de cerdo.

(…) Digo mucho más: que ellos se maravillan porque nosotros no matamos a nuestros enemigos y no usamos su carne en las comidas, la cual dicen ser sabrosísima. Sus armas son el arco y las flechas, y cuando se enfrentan en batalla, no se cubren ninguna parte del cuerpo para defenderse, de modo que aún en esto son semejantes a las bestias.

(…) Fuéronse, pues, apresuradamente a un monte inmediato, y habiendo sacado de él diez y seis mozuelas, metiéndolas consigo en sus barcos, volvieron hacia nosotros, poniendo en cada una de nuestras naves cuatro de aquellas jóvenes, cosa que nos causó no poca admiración, como fácilmente puede conocer Vuestra Majestad. Después comenzaron a andar con sus barcos entre nuestras naves y a hablarnos con tales muestras de paz, que los tuvimos por amigos muy fieles nuestros. Entre tanto, una porción considerable de gente, saliendo de las casas arriba referidas, comenzaron a venir nadando hacia nosotros, y aunque los vimos venir y que se iban acercando a nuestras naves, no por esto sospechábamos todavía de ellos mal alguno; pero a ese tiempo vimos a la entrada de las mismas casas algunas mujeres viejas que, dando descompasados gritos y llenando el aire de alaridos, en señal de grande pesadumbre, se arrancaban los cabellos, lo cual nos hizo sospechar alguna maldad; y, en efecto, a la sazón las jóvenes que habían puesto en nuestras naves se arrojaron repentinamente al mar, y los que estaban en los barcos, alejándose de nosotros, armaron súbitamente sus arcos y comenzaron a saetearnos con mucha viveza. Otros que venían nadando por el mar desde las casas traían consigo cada uno su lanza ocultándola en el agua, con lo cual manifiestamente conocimos su traición.

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