¡Cuídate de los Idus de marzo! le advierte un adivino a Julio César, mientras el Pontifex Maximus viaja hacia el circo. Un día después, varios senadores romanos (incluido Bruto, su hijo adoptivo) acuchillan a César en la Curia del teatro de Pompeyo, donde se reunía el Senado de Roma. Eran los Idus de marzo del año 44 a. C., una fecha de buenos augurios asentada como día decimoquinto del mes consagrado al dios Marte.
Colocada en tal recuadro histórico, la tragedia ‘Julio César’, de William Shakespeare, sobresale por dos magnas piezas oratorias: la de Bruto y la de Marco Antonio. En su representación, Shakespeare medita acerca de las pasiones humanas, expandidas en torno al resentimiento y al deseo de venganza:
infamantes pájaros oscuros que, en aquel escenario, aletean por encima de los sentimientos personales.
Bruto, Casio y otros senadores asesinan a Cesar porque creen que su ambición los llevará a la tiranía. Bruto justificará con brillantez y emotividad, en un breve e intenso discurso ante una plebe aturdida, las justas razones que lo indujeron a participar en el asesinato del tirano César.
Marco Antonio, que inicia su arenga proclamando la honradez de Bruto, manejará con astucia los resortes emocionales de la masa –su sensiblería, su codicia y la volubilidad de sus convicciones– hasta lograr que la turba se ponga de su parte, llore la ejecución del Pater Patriae y vocifere exigiendo el castigo y la destrucción de los verdugos.
Lo público y lo privado, lo político, lo humano, lo histórico y lo literario se combinan, complementan y justifican recíprocamente en esta escena, que a la postre deviene en alegoría universal de la venganza. El deseo de revancha de Bruto, Casio y Casca hacia César los llevará a tramar la conjura contra el dictador. La voluntad de desquite de Marco Antonio provocará el hundimiento de los conjurados. (PDM)
Discurso de Bruto
Sean pacientes hasta el final. Romanos, compatriotas y amigos queridos, escuchen cómo defiendo mi causa y guarden silencio para que puedan oírme. Créanme por mi honor y tengan respeto de mi honor para que puedan creerme. Júzguenme con su sabiduría y despierten sus sentidos para que puedan juzgar mejor.
Si hay alguno en esta asamblea que sea amigo de César, a él le digo que el amor de Bruto por César, no era menor que el suyo. Y si ese amigo me pregunta por qué Bruto se rebeló contra César, ésta sería mi respuesta: no porque haya querido menos a César, sino porque amo mucho más a Roma.
¿Preferirían que César viviera y que todos murieran como esclavos, o que César esté muerto y que todos vivan como hombres libres?
Como César me amaba, lloro por él; que si fue afortunado, me da gusto que lo haya sido; que si fue valiente, lo honro; pero como era ambicioso, por eso lo maté. Hay lágrimas por su amor, alegría por su fortuna, honor por su valor y muerte por su ambición.
¿Hay alguien tan bárbaro que no quiera ser romano? Si hay alguno, que hable, porque lo he ofendido. ¿Quién hay aquí tan vil que no ame su patria? Si hay alguno, que hable, porque lo he ofendido. Hago una pausa para que me contesten.
Discurso de Marco Antonio
Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención. Vengo a inhumar a César, no a ensalzarle. El mal que hacen los hombres perdura sobre su memoria. Frecuentemente el bien queda sepultado con sus huesos. Sea así con César.
El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si lo fue, era la suya una falta grave, y gravemente la ha pagado. Con la venia de Bruto y los demás, pues Bruto es un hombre honrado, como son todos ellos, hombres todos honrados, vengo a hablar en el funeral de César.
Era mi amigo, para mí leal y sincero; pero Bruto dice que era ambicioso. Y Bruto es un hombre honrado. Infinitos cautivos trajo a Roma, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Parecía esto ambición en César? Siempre que los pobres dejaban oír su voz lastimera, César lloraba.
La ambición debería ser de una sustancia más dura. No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Todos visteis que en las Lupercales le presenté tres veces una corona real, y la rechazó tres veces. ¿Era esto ambición? No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y ciertamente, Bruto es un hombre honrado.
No hablo para desaprobar lo que Bruto habló. Pero estoy aquí para decir lo que sé. Todos le amasteis alguna vez y no sin causa. ¿Qué razón, entonces, os detiene ahora para no llevarle luto?
¡Oh, raciocinio! Has ido a buscar asilo entre las fieras, pues los hombres han perdido la razón… Perdonadme un momento. Mi corazón está ahí, en ese féretro con César, y he de detenerme hasta que torne a mí.
Ayer, todavía, la palabra de César hubiera podido prevalecer contra el universo. Ahora yace ahí y nadie hay tan humilde que le reverencie. ¡Oh, señores! Si estuviera dispuesto a excitar al motín y a la cólera a vuestras mentes y corazones, sería injusto con Bruto y con Casio, quienes, como todos sabéis, son hombres honrados. ¡No quiero ser injusto con ellos! Prefiero serlo con el muerto, conmigo y con vosotros, antes que con esos hombres tan honrados.
Pero he aquí un pergamino con el sello de César. Lo hallé en su gabinete y en su testamento. Si oyera el pueblo ésta su voluntad, aunque con vuestro permiso, no me propongo leerlo, iría a besar las heridas de César muerto y a empapar sus pañuelos en su sagrada sangre. ¡Sí! Reclamará un cabello suyo como reliquia, y al morir lo transmitirá por testamento, como un rico legado, a su posteridad.
Sed pacientes, amables amigos. No debo leerlo. No es conveniente que sepáis hasta qué extremo os amó César. Pues, siendo hombres, al oír el testamento de César os enfureceríais llenos de desesperación. Así, no es bueno haceros saber que os instituye sus herederos, pues si lo supierais, ¡oh!, ¿qué no habría de acontecer?
¿Tendréis paciencia? ¿Permaneceréis un momento en calma? He ido demasiado lejos en deciros esto. Temo agraviar a los honrados hombres cuyos puñales traspasaron a César. ¡Lo temo! ¿Queréis obligarme, entonces, a leer el testamento? Pues bien: formad círculo en torno al cadáver de César y dejadme mostraros al que hizo el testamento. ¿Descenderé? ¿Me dais vuestro permiso?
No os agolpéis encima de mí. Quedaos a distancia. Si tenéis lágrimas, disponeos ahora a verterlas. Todos conocéis este manto. Recuerdo cuando César lo estrenó. Era una tarde de estío, en su tienda, el día que venció a los nervos. ¡Mirad: por aquí penetró el puñal de Casio! ¡Ved que brecha abrió el envidioso Casca! ¡Por esta otra le hirió su muy amado Bruto! Y al retirar su maldecido acero, observad como la sangre de César parece haberse lanzado en pos de él, como para asegurarse de si era o no Bruto el que tan inhumanamente abría la puerta. Porque Bruto, como sabéis, era el ángel de César.
Juzgad, oh dioses, con que ternura le amaba César. Ese fue el golpe más cruel de todos pues cuando el noble César vio que él también le hería, la ingratitud, más potente que los brazos de los traidores, le anonadó completamente. Entonces estalló su poderoso corazón, y, cubriéndose el rostro con el manto, el gran César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo que se inundó chorreando sangre…
¡Oh que caída, compatriotas! En aquel momento, vosotros y yo, y todos, caímos, y la traición sangrienta triunfó sobre nosotros. Oh, ahora lloráis, y percibo sentir en vosotros la impresión de la piedad. Esas lágrimas son generosas. Almas compasivas. ¿Por qué lloráis, cuando aún no habéis visto más que la desgarrada vestidura de César? Mirad aquí. Aquí está él mismo, desfigurado, como veis, por los traidores.
Bueno, amigos, apreciables amigos, que no os excite yo con esa repentina explosión de tumulto. Los que han consumado esta acción son hombres dignos. ¿Qué secretos agravios tenían para hacerlo? ¡Ay! Lo ignoro. Ellos son sensatos y honorables, y no dudo que os darán razones. ¡Yo no vengo, amigos, a concitar vuestras pasiones! Yo no soy orador como Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre franco y sencillo, que amaba a su amigo, y esto lo saben bien los que públicamente me dieron licencia para hablar de él.
Porque no tengo ni talento, ni elocuencia, ni mérito, ni estilo, ni ademanes, ni el poder de la oratoria, que enardece la sangre de los hombres. Hablo llanamente y no os digo sino lo que todos conocéis. Os muestro las heridas del bondadoso César, pobres, pobres bocas mudas, y les pido que ellas hablen por mí. Pues si yo fuera Bruto, y si Bruto fuese Antonio, ese Antonio exasperaría vuestras almas y pondría una lengua en cada herida de César capaz de conmover y levantar en motín las piedras de Roma.
¡Oídme todavía, compatriotas! ¡Oídme todavía! Amigos, no sabéis lo que vais a hacer. ¿Qué ha hecho César para merecer así vuestros afectos? ¡Ay! Aún lo ignoráis. Debo, pues, decíroslo. ¿Habéis olvidado el testamento de que os hablé? Aquí está, y con el sello de César. A cada ciudadano de Roma, a cada hombre, individualmente, lega setenta y cinco dracmas. Oídme con paciencia. Os lega, además, todos sus paseos, sus quintas particulares y sus jardines recién plantados a este lado del Tíber.
Los deja a perpetuidad a vosotros y a vuestros herederos, como parques públicos, para que os paseéis y recreéis.
Este era un César. ¿Cuándo tendréis otro semejante?