Con la muerte de Darío Suro, en 1997, desaparece el último de los grandes maestros de la pintura dominicana del siglo XX. Colson, Giudicelli, Hernández Ortega y Suro encarnaron la mudanza entre el clasicismo y las vanguardias, entre la academia y la modernidad, entre la aldea y el universo. Por la paleta de Darío desfiló la luz temblorosa de los impresionistas, la tierra calcinada del México insurrecto, la noche aterradora de Goya, la huella revuelta del expresionismo…
Pero, antes que nada, reconozcamos la singularidad de esta naturaleza que personificó Darío Suro. Porque podríamos sentir, quizá, su voluntad de envejecer a la inversa, a contrapelo del tiempo.
Cuando joven, Suro era ya un reflexivo artista que recogía la tristeza de los árboles y las colinas, tras una lluvia donde enmudecía la luz en el escorzo de sus calles veganas. Los ojos del pintor, así, seguían el rastro de la infinitud del espacio, de su densa y misteriosa vastedad. Cuestión, era, no de lo que veía aquel creador, sino de qué modo se acercaba él a las cosas.
Más tarde, el perenne Darío trajina por los difusos vericuetos del arte, con una mirada que, cada día, cobra en claridad y gana en audacia, en vigor y en concreción. Hasta que, al final de sus años, nos entrega en aquel caballete un estallido, un apogeo de fulgores y de deseos, con los reclamos de la voz interior de un maduro mozalbete que decreta repentinas urgencias carnales, al tiempo que lo aleja de la melancolía de los caballos y de los velados paisajes del origen.
Así fue siempre Darío Suro: un joven pleno de asombros y de deslumbramientos, hasta que la vida desvaneció los colores y los sueños en el universo de sus ojos de 80 años, eternamente abiertos.
Como admirador de Suro y de su obra, pienso que nunca será tarde para evocar la vitalidad creadora, la inteligencia y la sempiterna lozanía de este maestro y amigo.
Usted, Suro, sin avisarnos llegó a La Galería, abrumó de agujeros cada pared, reclamó todo resquicio para tender esas iluminadas ventanas que miran hacia usted mismo. Y desde aquella noche —sépalo bien— uno ha sentido otra brisa y otros rumores habitando los inexplicables aposentos de esa casa.
Ahora es usted más audaz, y más joven que nunca, Maestro. Esas miradas de 1985 a 1987 nos prueban su inveterada fidelidad a la rebeldía, a la sinceridad que no cede, al visceral impulso que huye de lo fácil.
Desde muy joven a usted se le supo cazador de nostalgias. No parecía tarea fácil encerrar en espacios de llovizna aquellos horizontes transparentes. Era necesario dibujar con el candor de quien miraba nacer la vida. Había que recuperar la inocencia en cada gota de luz; en cada filo de agua descifrar el tenue temblor de la tierra.
Tenía usted sus hormigas, sus aficiones, sus moscas acuchilladas de alfileres, sus costumbres. Filósofo del paisaje, “psicólogo de las cosas” podía llamársele entonces. Y era usted apenas un poco más joven que hoy, Maestro. El corazón le tramontaba fronteras mientras sus ojos se hacían alboroto de aguaceros provincianos. Pronto, de su soledad germinó la lluvia y la melancolía se trocó en conmovido relincho de brisa. (Esos potros se movían, Suro: bailaban una danza como las rosadas doncellas de Matisse). Y después de usted —créamelo—, nunca fueron tan limpios los caballos y la lluvia de esta tierra.
Más tarde hay desazón cuando reclama usted los signos, las visiones que el viejo maestro no posee. Enrique García-Godoy, el venerado tío pintor, ha volcado toda Europa en su trémula paleta de sobrino. En usted se percibe el detallado rigor, la minuciosa academia construyendo vaivenes de inciertos caballos de agua. Pero América y su tiempo eran cosas distintas. Y eso usted muy bien lo sabía, Suro.
Como nadie en aquella hora, México amasaba el barro nacionalista. Era mexicana, también, la más honda y radical de las miradas americanas. En las manos de Rivera, de Siqueiros, de Orozco, se definía el inédito idioma del continente nuevo. Espadas, indios, conquistadores, caballos, eran los iconos del lenguaje que nacía. Una nueva expresión —otra paleta, otro canon— exigía la realidad americana. Y México la buscaba con vehemencia.
Usted sentía que, en lo hondo, algo le faltaba. No era del todo suya la enmascarada ingenuidad del mestizaje, ni la tierra arrodillada, ni la tragedia colonizadora de su patria. Así, pues, había llegado el instante de marcharse. México sería la casa; Rivera, Lazo y Guerrero Galván, los tutores. En tanto Colson mira hacia Europa, usted, Suro, ha clavado su pensamiento y su alma en la América oscura.
Tanto como de pintura, México le resulta una escuela de nacionalismo y de desgarramientos. Su paleta ensombrece y pesadamente ciertas se tornan las figuras. Para usted ha cesado la idílica mirada, la visión genesíaca. México es su árbol del bien y del mal. El artista virginal ha muerto. Brota un Suro nuevo de la tierra.
Aquellos días lo colmarán de inmanencias. Comenzará usted a presentir objetos cargados de sí mismos, metáforas saciadas de las más íntimas esencias. Nacerán, así, violinistas, niños, mujeres, sonámbulas, autorretratos. Todas sus representaciones tendrán la pesantez de lo forzosamente cierto, de lo rigurosamente grávido. En esos días —debo decírselo— pobló usted nuestros sentidos de huidizas verdades imprescindibles. Pero ya no hubo otros caballos, ni lluvia posible naciendo de sus pinceles, Maestro.
El episodio mexicano deja inacabadas las respuestas. Usted no deseaba creer en el inmediato compromiso de aquel discurso político ajeno. Nuevas instancias y renovadas disrupciones lo esperaban en España y Norteamérica. En plena soledad caminó usted el abigarrado sendero de esos años. Pintando solo, pensando solo, ardiendo solo; acercándose y alejándose de Picasso y de Braque, de Dada y los superrealistas, de Rouault y de Soutine.
Y, hoy día, de repente nos desconcierta usted con este catálogo de delirios. ¡Se le desborda de significados el lienzo! Parecen como escondidas detrás de un vidrio roto —detrás de un sueño roto— estas mulatas suyas, Maestro. Hay fragmentación del espacio, pero también desintegración y síntesis del tiempo en estas proposiciones nuevas. Sus formas abiertas consiguen tocarse a sí mismas. Ahora se puede manosear la emoción de cada trazo. Percibo una impugnada reminiscencia religiosa en sus figuras, tal si detrás de usted imaginara a un recatado Rouault impío. Pero nada es tan conmovedor como estos colores, como estos vivaces ardimientos que consumen lo negro de sus telas.
Ya, Suro, sus ojos seguirán el trayecto inacabable. Pronto surgirán renovadas filiaciones, crecerán inéditos desapegos. Usted ha reencontrado un haz del brillo primigenio, una brizna del fulgor original. Está quieto el incontable hormiguero de su frente. Pueden respirar tranquilos sus viejos potros grises de llovizna.
El color es la hidalguía de la luz, el heroísmo de la luz. Tiempo le tomó descubrirlo, Suro. Mas, no importa. Ahora hay nostalgia de crines desandando la brisa y un tropel de colores que viene por el viento, y por usted, Maestro, “está lloviendo siempre —¡siempre!— una lluvia de cielo por la noche del aire”.
(Comentario acerca de la Exposición de Darío Suro, en La Galería de Mariloli y Jorge Severino, 1987)