Una memoria compartida con “the shadow `cabinet’: José Augusto Vega, José Antonio Najri, Hugo Guiliani y Manuel Cocco.
El 14 de diciembre de 1998 (se cumplieron, hace poco, veintiséis años) Orlando y quien escribe estas líneas presentamos sendos libros en el auditorio de Casa de Teatro. Fue un acto impar en el que Orlando explicó mi obra “Menesteres y otras urgencias” y, en reciprocidad, se me brindó el honroso placer de introducir su texto “Paverías, nostalgias y otros temas serios”. Pienso que mis palabras de aquella noche compendian todo lo que ahora desearía evocar acerca del maestro y amigo desaparecido. Que el tono regocijado de aquel encuentro, flanqueado de camaradas, familiares y sonrisas, sirva así para perpetuar su recuerdo en quienes mucho lo quisimos.
Había cumplido ya veintidós años cuando encontré a Orlando Haza del Castillo como mi profesor de Carreteras en la Universidad de Santo Domingo. Debo reconocer que su simpatía (no menos que su empatía) surtió efectos inmediatos. Él hablaba con una sensatez y un ingenio, con una tranquilidad y un donaire que, por cierto, muy escasa relación guardaban con la rabia –desolada, ineficaz– que a muchos envolvía en aquellas horas de nuestra luctuosa postguerra de intramuros.
Aunque insolente y tosco era el recinto donde Orlando ejercía su singular magisterio, él nos adiestraba en lo esencial, en lo académicamente necesario. Y, a la vez, sugería pautas y actitudes imprescindibles para resistir el embate en esas fechas atormentadas.
Desfilaron las primaveras y, dieciocho años más tarde, juntos agotamos la experiencia de ser ministros del gobierno. Por largo tiempo, ahora lo digo sin ambages, ha sido él un amigo inquebrantable y afectuoso. En su compañía he disfrutado la música, el canto, la conversación grave, la carcajada, los amigos, los caballos, el White Label y, más que nada, de él he asimilado claves esenciales para saborear la vida.
Si me viese obligado a definirlo, diría que es un niño precoz de más de sesenta años. Y esta descripción debe tomarse al pie de la letra. Orlando no cesa de anhelar, ni de emocionarse, ni de aprender, como tampoco de asombrarse, ni de gozar. Exactamente como un astuto infante deslumbrado, que todo lo contempla y lo disfruta, que incesantemente de todo se admira.
Pero ésta no es sólo la noche de Orlando. Me he comprometido para hablarles de un libro, o de varios libros dentro de uno, o de un libro que retiene diversos acentos. Con la venia de todos ustedes me atrevo a opinar, después de leer las “Paverías, nostalgias y otros temas serios”, que será muy difícil encontrar un escrutinio de la vida tan hilarante y juicioso, tan desenvuelto, sagaz y reflexivo como estas viñetas delineadas por nuestro amigo.
El libro que me honro en presentar a ustedes, con sus tres tonalidades diferenciadas, representa una divertidísima romería por la historia universal y las peripecias de la vida pública; a través de la antropología cultural y la astrofísica; por las rutas del arte, de la política, de la vida familiar y, fundamentalmente, por los vericuetos prodigiosos de la existencia. Es un volumen lleno de vigor, de sugerencias, de pensamientos sabios y de observaciones punzantes acerca de todo cuanto nos circunda y nos interesa.
Pero conviene recordar lo que dice Tucídides, el gran historiador, en el discurso justificativo que pone en boca de Pericles: “El que sabe y no se explica claramente, es igual que si no pensara”. Estas páginas, sin ninguna duda, están redactadas por un escritor de nacimiento que, con maestría, precisión y una disimulada sencillez nos acerca a la emoción insuperable del lenguaje oral, de la conversación rumorosa y entrañable. Orlando, podría decirlo sin rodeos, ha escrito una suerte de libro hablado.
La “pavería”, como género específico, evidentemente, es una creación suya. En el primer artículo de este libro, a modo de ars poética, él la define así: “La pavería —reírse de las tonterías propias y ajenas— ha sido tradicionalmente propiedad exclusiva de los jovenzuelos de entre catorce y dieciocho años, período al cual se le ha llamado con toda justicia ‘la edad del pavo’; pero cada día una mayor cantidad de adultos descubrimos la sensatez de ser pavos”. Ahora, la definición capital: “Esencialmente, para que un adulto sea pavo, debe reírse de sí mismo… Fijémonos bien: ser pavo no es sólo tener sentido del humor, que cualquiera tiene, ni contar con o sin gracia los chistes en circulación —de hecho, un pavo genuino raramente cuenta chistes prefabricados, sino que crea los suyos o es repentista—, ni es tomar con un granito de sal las peripecias de la vida. Es todo eso, y además no cogerse en serio a sí mismo, que es lo más difícil”.
De la rigurosa descripción que aparece en el libro podemos inferir que “pavos” ilustres, egregios, de antología, hubo y aún existen muchos: aquí y en el resto del universo. Por ejemplo, Orlando y don Virgilio Díaz Ordóñez intercambiaban piezas “pavas” por correo, y ambos vivían en la misma calle. Virgilito Díaz Grullón, hijo de don Virgilio, como ustedes apreciarán en este libro, cultiva el género con seriedad tan consumada como fehaciente. Gabriel García Márquez es también un pavo insomne, eximio e innato (quien lo dude, que se lea el cuento “El avión de la bella durmiente”). De Camilo José Cela, a juzgar por su “Diccionario de Erotismo”, mejor ni hablar. Julio Cortázar, pavo ecuménico e inextinguible, elaboró en la “Historia de Cronopios y de Famas” una especie de taxonomía somática de la pavería.
Ahora, hecha la digresión pertinente, regresemos al libro que nos ocupa. En su discurrir aparecen treinta “paverías”, esto es, treinta suculentas cavilaciones en las que viajamos del tema familiar y doméstico a la teoría del conocimiento, de la leyenda y la historia a la maraña de los asuntos públicos, de la física de los astros a la destreza misteriosa de negociar, de la revolución tecnológica del siglo XX al vértigo angustioso de una pesadilla. Agudeza y humor, sabiduría e ingenio, “espejo de la vida”, las “paverías” de Orlando realizan cabalmente la función que Dionisos, en “Las Ranas” de Aristófanes, implorara al gran Esquilo: “Salva a la ciudad con sanos consejos y educa a los necios que son infinitos”.
Las “nostalgias”, de su lado, son vivos y sugerentes retablos de época. El autor se interroga: “En efecto hoy, que frecuentemente la nostalgia nos sobrecoge, que los momentos vividos décadas atrás nos parecen divinos, nos preguntamos: ¿era tan dulce el amor que no cuajó, tan deliciosa la carne que no probamos, tan imperecedera la relación? ¿Habría sobrevivido a la rutina el deseo que entonces se nos hacía desesperante?.. ¿Debimos conservar flores, pañuelos y fotografías, para revivirlos en días tristes?”
A lo largo de estas añoranzas, Orlando resucita la vida infantil en los años cuarenta, el fervor a don Virgilio Díaz Ordóñez, el recuerdo del beisbolista Horacio Martínez, la memoria de Moncito Báez López-Penha, los poemas musicalizados de Cole Porter, los días felices en San Carlos, los años románticos del béisbol, los bailes en el Jaragua, el barbero muerto, los abrazos, los besos, la soledad y el miedo puntual a la muerte. Estas “nostalgias” se suscriben, así, como los ademanes escrupulosos, acaso los rastros melancólicos de una existencia que transcurre y se dilata, que avanza y se prolonga en tanto procura ganar la inexorable carrera hacia el olvido.
Aunque saltan y retozan en ellos jugosos brotes de “pavería”, los “temas serios” tocan asuntos tan esparcidos, tan diversos, como decir: los cambios científicos y sociales ocurridos durante el siglo XX, la conquista del poder político, Lord Keynes, Salomé Ureña de Henríquez, “La Cósmica” de Osvaldo García de la Concha, el químico Linus Pauling, los físicos Heisenberg y Oppenheimer o la taumaturgia obscura del Doctor Joaquín Balaguer. En estas piezas de carácter formal nos percatamos, finalmente, de que Orlando sabe mucho y de muchas cosas, claro que sí, y de que puede expresarlas, además, con precisión inmejorable.
Más que un libro, así lo creo, el autor nos ofrece esta noche una apología, un homenaje, a fin de cuentas: una celebración del mágico arte de existir. Libro jubiloso como muy pocos, esta obra constituye la reflexión serena y plácida que acerca de la realidad —acerca de todo lo que ocurre, de todo lo que ha ocurrido y ocurrirá— nos entrega unos de mis mejores maestros, así en el aula como en la Tierra: Orlando Haza del Castillo.
Dijo el filósofo Wilhelm Dilthey: “La vida es una misteriosa trama de azar, destino y carácter”. De este modo, no puedo menos que agradecer al azar, al veleidoso destino y, por supuesto, al carácter generoso de mi maestro Orlando Haza la crecida alegría de presentar este libro ante todos ustedes.
Muchísimas gracias.