Picasso es español; yo también. Picasso es un genio; yo también. Picasso es comunista; yo tampoco.
SALVADOR DALÍ
Nació con ocho nombres en la Málaga de 1881: Pablo Diego José Francisco de Paula Juan Nepomuceno María de los Remedios Cipriano de la Santísima Trinidad (de apellidos Ruiz y Picasso). Al morir, a los 92 años, Pablo había destrozado el corazón (y, algunas veces, la vida) de ocho mujeres: Fernande, Eva, Olga, Marie-Thérése, Dora, Francoise, Genevieve, Jaqueline…
Era Pablo un torbellino sideral de pasiones y desapegos, de genialidad y de insolencia. Su obra pictórica constituyó la quebradura inapelable entre los creadores del arte representativo y aquellos que, después de él, intuirían la realidad a través del espejo roto de Les demoiselles d’Avignon.
Picasso fue un artista genial y un mal hombre. Acaso más: fue un hombre depravado. A la fotógrafa Dora Maar, su amante más hermosa e inteligente, la golpeó en la cabeza hasta dejarla inconsciente en el suelo. (Se ha dicho que la lectura casi exclusiva de Picasso era el marqués de Sade). Aunque rabiosamente heterosexual, el ambiente de donde Pablo provenía no juzgaba como deshonra a su virilidad el que, de vez en cuando, ejerciera un papel activo para satisfacción de una “reina” necesitada, como satirizaba el malagueño. A Georges Braque, quien junto a él creó el cubismo, lo llamaba “mi esposa” y decía: “(Él) es la mujer que más me ha amado”. Después, odió a Braque y consideró como su enemigo a todo aquel que congeniara con el pintor francés.
Acerca de su siempre amigo Henry Matisse emitió opiniones despectivas: “¿Qué es un Matisse? Un balcón con un gran florero rojo cayendo sobre él”. (“Es un esquizofrénico”, dictaminó Carl Jung al estudiar las pinturas de Picasso).
El conocido historiador y periodista inglés Paul Johnson publicó en 2006 un libro titulado Creadores, en el que examina con acrimonia la vida, pasión y muerte de Picasso. Dos años más tarde, y con ferocidad aún no aplacada, Johnson propaga un artículo saturado de ácido quemante: Al diablo con Picasso. Dado que la obra y el nombre de Pablo parecen habitar en los cielos de la mitología contemporánea, nunca estará de más el que alguien, con los pertrechos de Johnson, le reparta algunos latigazos de escrupulosa y británica iconoclastia.
Al diablo con Picasso
Paul Johnson
La semana pasada, Andrew Lloyd Webber admitió que fue él quien pagó 29 millones de dólares por el Retrato de Ángel de Soto (1903) de Picasso. Tal como viene se va: si uno amasa una fortuna escribiendo melodías que evocan otras que la gente oyó antes, ¿por qué no derrochar una parte en el estafador artístico de mayor éxito del siglo?
Webber, asombrosamente, llegó a Picasso a través de los prerrafaelistas. Sólo vio el retrato tres días antes del remate de Sotheby, así que fue una compra impulsiva. Se propone colgarlo junto a Burne-Jones. Picasso declaró que admiraba a Burne-Jones y recibió gran influencia de su línea y su color. Pero Picasso dijo muchas mentiras, por diversos motivos, y creo que esto sólo era cháchara andaluza. No veo la conexión. Burne-Jones era un gran artista, que alcanzó su mejor actuación tardíamente, después de ingentes esfuerzos. Habría despreciado a Picasso desde el fondo de su corazón. Si yo colgara un Picasso al lado de mis cuadros de Burne-Jones, esperaría que alzaran una estridente objeción, tal como suelen hacer los buenos cuadros.
Este retrato en especial siempre me hace reír. Es tan confuso que a menudo lo reproducen al revés. Ángel era uno de dos hermanos (el otro era escultor) a quien Picasso pintó en su época de Barcelona. Ángel era un sujeto haragán que fingía pintar, pero en realidad no hacía más que beber e irse de juerga, ¿pero, qué hizo para merecer esta caricatura? En ocasiones Picasso se dedicaba a hacer retratos de Ángel. Cuatro años antes del cuadro que compró Webber, pintó un triste boceto al óleo de Ángel con resaca –ahora en una colección privada– y hay un revelador dibujo en carbón del joven; este dibujo ha desaparecido, pero sospecho que ambos son bastante similares. Además, el Museu Picasso de Barcelona tiene dos dibujos de Ángel, bebiendo en un café y practicando una masturbación mutua con una prostituta. No tienen mérito, pero son reveladores.
El trabajo por el cual Webber ha pagado tanto, en cambio, no tiene nada de recomendable. Es un borrón torpe y no se sabe qué es más objetable, si el pésimo color, la perezosa chapucería de las pinceladas o el mal dibujo. Sé que los “expertos” dicen –y se repite hasta el hartazgo en los salones de moda– que Picasso era un bocetista consumado. Es verdad que algunos dibujos son mejores que otros. Pero la Barcelona de principios de siglo abundaba en magníficos bocetistas, y ningún trabajo de Picasso se aproxima a Casas, Rusiñol o Ribera, por mencionar sólo tres.
No había nada de especial en los dibujos de Picasso, ni siquiera cuando se esforzaba, cosa que no hacía a menudo, y los resultados invitan al pastiche fácil. Conozco a una joven, una genuina maestra del boceto –sus sombras en sfumato provocarían cosquilleos a Sir Ernst Gombrich– que se mofa de sus amigos pretenciosos haciendo “Picassos” con una pluma sujeta a un vibrador. Los llama prickassos. En el mejor de los casos, los dibujos de Picasso no son recomendables, y el Ángel de Webber es horrible. Tal vez estaba ebrio.
Para empezar, el cristal de la mesa está fuera de la vertical y un lado guarda poca relación con el otro. Su perspectiva provoca inquietud, y el brillo y las sombras no tienen sentido visual. (Si alguien quiere ver cómo se pinta esta clase de vaso, que mire el Aguador de Sevilla de Velázquez, que hoy se cuenta entre las naturalezas muertas españolas que está exhibiendo la National Gallery). Luego está Ángel, pobrecillo. Su brazo izquierdo parece extenderse hacia el vacío y está sujeto al cuerpo por un milagro de cirugía plástica, pues no guarda ninguna relación con la anatomía. El brazo derecho parece más normal, pero es torpe y demasiado grande. Ambas manos –Picasso no sabía pintar manos– tienen dedos de salchicha cruda, que dan ganas de pedir una sartén. El índice de la mano derecha es una garra monstruosa y el pulgar ha desaparecido misteriosamente, o está sujeto a la palma de un modo doloroso. Esto explica por qué Ángel tiene tantas dificultades para sostener la pipa, si es una pipa y no uno de esos palillos gigantes que se vendían en las Ramblas a fin de siglo. Si Ángel está contrariado, y obviamente lo está, ¿quién puede culparlo? Los ojos miran en diferentes direcciones y están incrustados dolorosamente en las órbitas. La mitad del pómulo izquierdo se ha podrido y parece tener un flemón gigante que le tuerce la comisura derecha de la boca y causa estragos en la mejilla. ¡Y esa oreja derecha! ¿Por qué se la cortaron de la cabeza y la pegaron al lado inferior de la mandíbula? Ninguna explicación. Pero le debió de doler mucho.
John Richardson, hagiógrafo oficial de Picasso, explica todo esto diciendo que las “deformaciones” son deliberadas, y permiten al Maestro trascender las formas normales del retrato y “calar más hondamente en el carácter”. Picasso había “aprendido a explotar su talento inherente para la caricatura profunda como modo de dramatizar los rasgos psicológicos y fisonominales [sic]”. Esta obra, dice Richardson, nos dice todo sobre Ángel y además está “electrizada” con la “energía psíquica” del propio Picasso. El gran hombre “interioriza las cosas y produce una caracterización realzada de su modelo”. En fin, en palabras de Mandy Rice-Davies, ¿qué otra cosa puede decir? Si presentamos a nuestro hombre como el mejor pintor de todos los tiempos, hay que acumular verborragia.
El mercado del arte no se rige por la calidad sino por la rareza y la moda. La mayoría de los azules de Picasso ya están irrevocablemente encerrados en museos, y su Ángel era el primero en salir al mercado en cinco años. De ahí el alto precio con que se cotizó, aunque hasta los conocedores quedaron escandalizados por esa enormidad. Los marchands han preparado hábilmente el mercado Picasso durante tres generaciones y ello explica por qué el precio se mantiene alto. Lo mismo sucede en el negocio de los timbres postales. Algunos Penny Blacks y Cape Triangles no son más raros que los demás sellos, pero alcanzan precios altos porque los vendedores les han dado celebridad. En su nuevo libro History Comes to Life: Collecting Historical Letters and Documents (Oklahoma University Press), mi amigo Kenneth Rendell, tal vez la mayor autoridad viviente en autógrafos y hológrafos, explica cómo y por qué el factor celebridad a menudo pesa más que el valor rareza. La moda Picasso hace que los compradores paguen más, así como el culto de Churchill transforma en oro su firma en una foto. El otro día vi una que se vendía por 12.000 libras. El pago de 29 millones de dólares por el retrato de Ángel nos dice mucho sobre la manía de los coleccionistas, pero no tiene nada que ver con el arte.